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Columna
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Todavía estoy vivo

Las noches en blanco, el sudor frío, el vértigo en la boca del estómago... Les aseguro que he sentido miedo unas cuantas veces a lo largo de mi vida, pero lo de este chaval es otra cosa. Peor. Bastante peor.

Era un periodista más de los que cubrían las crónicas de sucesos, un tipo ágil, con buenas fuentes, valiente, criado desde niño en los barrios de la camorra. Sabía manejarse a pie de calle. Durante un tiempo sobrevivió como todos, mal pagado, a base de reportajes a tanto la pieza. Pero tenía olfato y muy pronto los entresijos de Nápoles dejaron de encerrar secretos para él. Aprendió a atar cabos. Ése fue su problema. Cuando decides seguirle el rastro a una caravana de camiones con contenedores hasta un estercolero, entonces no te queda otro remedio que hablar de basura. Lo hizo. Habló de los residuos tóxicos que envenenan toda la Campania, de la refinadísima industria italiana de la moda gobernada por los clanes criminales en talleres clandestinos donde una legión de esclavos chinos trabajan sin descanso a varios metros bajo tierra. Habló de los diez mil asesinados a manos de la Mafia, una media de dos muertos por día, igual que en la franja de Gaza. No se dejó nada en el tintero. Si la última morralla de la Mafia funciona así, da pavor imaginar lo que uno puede encontrarse en la cúspide de la pirámide. En mayo de 2006 publicó Gomorra, un libro que en pocos meses se convirtió en uno de los mayores éxitos editoriales de Italia y fue traducido a más de 30 idiomas. Desde entonces tuvo que habituarse a vivir escoltado. Pero hace unas semanas el mismo día que cumplía 29 años, se despertó con la noticia de que el clan de los Casalesi le tenía preparado un atentado para hacerlo saltar por los aires antes de Navidad. Y la cosa cambió.

Lo peor no es el miedo, dijo. Uno puede acostumbrarse a no viajar en tren, a no volver a leer el periódico sentado en una terraza, a no ir al cine, a subirse sólo en coches blindados, a dormir cada día en una casa distinta. Son gajes del oficio. Lo peor es sentir que estás solo: "Que tus amigos no te devuelvan una llamada, que tu propia gente te dé la espalda para no complicarse la vida, que tu chica prefiera dejarlo porque no puede soportar la presión de esa amenaza de muerte y lo entiendes, claro, cómo no vas a entenderlo..." Ahora su única familia son los seis carabineros de la escolta que se han convertido en sus ángeles de la guarda, y que lo llaman con orgullo "mi capitán", como en los versos de Walt Whitman.

Duro. Muy duro. Y sin embargo ahí está, tranquilo, la barba cerrada, la mirada solitaria y orgullosa a un tiempo. No es más que un peón luchando desde su frágil casilla. Pero de repente ese minúsculo cuadrado se convierte en la última trinchera, un lugar donde un hombre valiente ha decidido clavar su bandera y resistir contra una de las mafias más peligrosas del mundo con su única arma: un libro. Esta es mi causa. Aquí estoy. Aquí peleo. Todavía estoy vivo.

Y cuando algún periodista descerebrado, que los hay, le pregunta si se cree un héroe o si contaba con el precio de la fama, Roberto Saviano se limita a levantar una ceja, guardándose los puños en el bolsillo, como John Wayne en El hombre tranquilo y se da media vuelta sin esperar que el otro pueda comprender nunca sus argumentos. Los tiene. De peso, y muy bien puestos, por cierto.

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