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Columna
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Dioses

Hubo un tiempo en que dioses y hombres compartían la tierra. Entonces el mundo aún no había dejado de ser un milagro, y lo sobrenatural se agazapaba detrás de cada cosa y cada gesto como para dar aviso de la profunda extrañeza del acontecimiento de vivir. Lo sagrado no era un monopolio del templo y la romería: había bosques que servían de residencia a un numen tímido y en los que el viajero debía internarse descalzo para no importunar su sueño, había cruces de caminos donde se entreveían sombras extraviadas al anochecer, en las riberas de los ríos las muchachas oraban antes de hundir la ropa en la corriente y sobre el horno de la cocina velaba un ser invisible, cuya misión consistía en mantener perpetuamente vivo el fuego que aleja a los lobos y las pesadillas. No existía parcela en el mapa ni cifra en el calendario que no contara con su trocito de deidad: los dioses, entes juguetones y contradictorios, se escondían en los pomos de las puertas, en el fondo de los bolsos, acampaban en el patio de casa y acompañaban a las mulas de la caravana, de tal modo que resultaba inevitable toparse con ellos, imposible sustraerse al roce y la contaminación y el contacto con que lo santo llenaba la tierra.

Muchos siglos después de aquello, un pobre hombre con bigote llamado Nietzsche formuló que el paganismo es la única religión que hace justicia a las cosas; la única democrática, igualitaria, que reconoce el derecho de todas ellas a ocupar un altar. Pero luego llegaría un Dios egoísta y autoritario que exigiría adoración exclusiva y convertiría en proscritos a todos los príncipes de antes. Entonces lo divino dejaría de hallarse a la distancia de un palmo y de ocupar el hogar y la carretera para mudarse a una oficina, la iglesia, donde cada fiel debía tramitar por separado sus oposiciones a la salvación. Los bosques se convirtieron sencillamente en eso, bosques, y la vida pasó de ser un suceso prodigioso a una molestia crónica de la que nos libraría en su día un ataque al corazón.

La pieza central de la exposición que en estos días ocupa la sala de Los Venerables, en Sevilla, correspondió a uno de esos príncipes destronados. Durante siglos que se hunden en la niebla, los viejos dioses fueron perseguidos y los rincones que los cobijaron sirvieron para alimentar las canteras. La imagen que tengo frente a mí corresponde a una mujer, aunque es más que una mujer: quien la esculpió vio en ella a todas las mujeres y el deseo que mueve a los hombres a buscarlas y la fuerza irresistible que arrastra al imán en pos de la limadura y mantiene, quizá, a los astros en los hilos de sus órbitas. Muchas otras veces he contemplado esta Venus en el Museo Arqueológico y siempre me ha sorprendido, o amedrentado, esa promesa de cosas sobrenaturales que parece desprenderse de la rotundidad de los muslos, de la mano cerrada sobre un nenúfar o el ombligo de mármol que imita a un ojo guiñado. Pocos más rasgos puede ofrecer su retrato, porque la estatua está mutilada: el probable rostro del color de la escarcha, los pies sobre una alfombra de espuma, la mano ausente que tal vez sostendría una flor o una concha fueron destrozados por los funcionarios del Dios único, muy aficionados, según se sabe, a la tea y el martillo.

La famosa Venus de Itálica ha sido dotada de una nueva sujeción a su pedestal que le permite resistir con mayor firmeza el avance de los siglos e incluso salir de casa para ser admirada bajo otros focos, como los que ofrece ahora la fundación Focus Abengoa en este Rescate de la antigüedad clásica en Andalucía. Al salir de la exposición no puedo evitar acordarme otra vez del hombre del bigote, que se lavaba las manos cada vez que tocaba los evangelios. Si los dioses han muerto, escribió, ha sido de risa: al enterarse de que uno de ellos se proclama el único.

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