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Columna
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'Botellón'

Pese a estar legislado y restringido el acceso de los menores de edad a locales de ocio, donde esta autorizada la venta y el consumo de productos tales como tabaco y alcohol, son demasiados los responsables de establecimientos públicos que miran hacia otro lado, desentendiéndose de toda obligación. ¿Es el beneficio económico la justificación de tal proceder? Si es así se estaría ante una "simple" corrupción de menores. Si además se contempla la denunciable permisividad con el consumo de estupefacientes, se encuentran respuestas a muchos interrogantes alrededor de la juventud.

No es cierto que la juventud actual sea tan diferente. Distinta sin ningún género de dudas lo es, como lo es la sociedad y la tecnología actual, pero en lo básico no es tan desigual. No son estos neófitos del consumo irresponsable quienes se organizan para adquirir y sucumbir ante cualesquiera de las drogas que, más blandas o más duras, si es que alguna es blanda, la sociedad, a través de indeseables al uso, pone a su alcance. Adentrarse en el tabaco y/o alcohol, por señalar dos sustancias de adquisición factible para cualquier púber que tempranamente se inicie en su consumo, es fruto de una mal entendida libertad de negocios de dudosa reputación.

El mercado es consciente de que la juventud es un segmento con un elevado nivel de consumo

Sin embargo, el horizonte empresarial torpe y estrecho de miras de unos pocos propicia cierta fractura social que afecta a los valores, la cultura, las capacidades, la formación y en definitiva a las expectativas de futuro de un ingente número de adolescentes, secuestrados por un ocio fácil, que acaba coartando su auténtica libertad, dado que conlleva unos riesgos personales difíciles de calibrar en el presente.

Ante tal situación, procede reclamar un gran compromiso impregnado de la radiante Responsabilidad Social Empresarial, en el que se impliquen propietarios y catalizadores de las diferenciadas fórmulas que conforman la oferta de ocio dirigida a la juventud. Máxime porque las vivencias de hoy condicionan y se traducen en el pasaporte para que numerosos jóvenes se adentren en hábitos que precisan etapas, y si éstas se queman desordenadamente provocan conflictos humanos imprevisibles. Sin mencionar que el daño del individuo apresado en la red de lo impropio lo sufren familiares y amigos, que son quienes acaban pagando la factura de la indolencia de los proveedores de diversión putrefacta.

Autorizar el acceso de menores a locales donde se suministran productos que requieren la mayoría de edad para su consumo "responsable" y donde es factible encontrar la circulación de otras sustancias no permitidas, mientras que se selecciona a los clientes atendiendo a criterios anticonstitucionales, es algo que no escandaliza a pseudocomerciantes carentes de la más primaria deontología.

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Los jóvenes, como ha ocurrido desde que se pueda recordar, se sienten cautivados por la simple transgresión de lo prohibido y ese delito debería ser restituido por quienes favorecen tal desmán. Máxime porque la juventud no podría alcanzar ciertas cotas de aparente diversión de no mediar una jauría empresarial del ocio, inductora de comas etílicos y cómplice en los devaneos con las drogas, en toda su amplia gama de variedades, incluidos los porros, que circulan con suprema naturalidad y que a un porcentaje desconocido, aunque se antoja cuantioso, les puede condicionar, a la luz de las hipotecas que en la salud y en el desenvolvimiento personal provocan los estupefacientes consumidos durante los años más tempranos.

También cabría reclamar mayores dosis de sensatez a los comerciantes del ramo de la alimentación y bebidas, que no efectúan las mínimas comprobaciones para limitar el acceso desordenado y excesivo de los menores al alcohol. Ello explica por qué España constituye una referencia europea en la cultura del botellón, faceta excepcional en otros países. Pero el mercado es muy consciente de que la juventud es un segmento con un elevado nivel de consumo y no se puede desaprovechar el filón. De tal modo que continuará posponiéndose toda intervención rigurosa alrededor del botellón y de todo lo que este conlleva.

Ante este panorama, dónde se sitúa la proyección internacional de Valencia como ciudad turística, capaz de gastar en lo más inverosímil e incapaz de afrontar lo más obvio. Una mentalidad que cierra las puertas a segmentos de demanda turística con capacidad de gasto muy superior a, por ejemplo, los asiduos de lo que se conoció como ruta del bakalao.

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