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La buena salud

Jordi Soler

El cambio climático comienza a producir, entre otros muchos fenómenos, una curiosa forma de migración; al inmigrante económico y al político, se ha sumado últimamente aquel que tiene que dejar su país por un desequilibrio de la naturaleza; no por un tornado, ni por un terremoto o una plaga, sino por el aumento paulatino, e irreversible, del nivel de las aguas del mar, acelerado por un tsunami en el año 2004. Hace poco el Gobierno australiano rechazó una petición de asilo de los habitantes de la isla Tuvalu, cuyo terruño, con sus casas, su lengua y su himno, comienza a formar parte del mundo submarino. A la república de las Maldivas, ese país formado por más de mil islas, en el océano Índico, le ha llegado, por la misma razón que a Tuvalu, el agua al cuello; las 230 islas que tienen habitantes, y que suman 370.000 personas, han visto como el mar ha ido ganando terreno a su país hasta el grado de que hoy la altura máxima registrada sobre el nivel del mar, en ese paisaje que de por sí es bastante plano, es un picacho de 2 metros con 30 centímetros, es decir: 15 centímetros más alto que Pau Gasol. Para hacer frente a esta catástrofe, el presidente Mohamed Nasheed está buscando un territorio en venta, en cualquier parte del mundo, para refundar ahí su país. El asilo, si es que encuentra algún gobierno que quiera hacerse cargo de 370.000 maldivos, no le parece alternativa viable porque significaría la extinción de su pueblo, de los elementos que lo distinguen y lo identifican, su cultura y su lengua, que es el dhivehi. El presidente Nasheed tiene claras las ideas, utilizará una parte de los ingresos turísticos de las islas para comprarse otro país; una idea muy clara que en el siglo XXI puede ser muy poco viable y es probable que de aquí a unos años la cultura maldiva y el dhivehi, su lengua, entren en un proceso irreversible de desvanecimiento; una situación que, a principios de este año, experimentó la tribu de los Eyak, un pueblo que hace miles de años cruzó en sus lanchas el estrecho de Bering y se instaló en el sureste de Alaska, junto a la desembocadura del río Cooper; al otro lado vivían los esquimales y los tlingit. Para el año 1933, de toda aquella tribu milenaria de los Eyak, quedaban nada más 38 sobrevivientes, que vivían de la pesca como sus ancestros y se comunicaban en lengua eyak, un idioma inexpugnable en el que al lodillo pegajoso que manchaba las botas se le llamaba c'a, y 'u'l a uno de esos tablones que deja el mar abandonados en la playa. A principios de este año de la tribu Eyak quedaba un solo sobreviviente, una mujer de nombre María Smith, que originalmente se llamaba Udachkuqax*a'a'ch, con ese misterioso asterisco que funciona como satélite de la "x", o como sol de la "a". Hace unos meses Udachkuqax*a'a'ch murió y se llevó con ella un pueblo y una lengua, ese idioma que usaba la palabra demexch para designar la zona blanda, o quebradiza, que tiene la capa de hielo que cubre un lago, y que es peligrosa si se camina sobre ella y muy útil si se detecta y se utiliza para practicar un agujero por donde puede tirarse un anzuelo. Udachkuqax*a'a'ch, al no contar con ningún eyak soltero para reproducirse, fue a caer en los brazos de William Smith, un hombre blanco nacido en el estado de Oregón que, consciente de la formidable epopeya que supone evitar la desaparición de un pueblo, se entregó en cuerpo y alma al cuerpo de su mujer y logró procrear nueve hijos. Aquí es necesario añadir un elemento que, sumado a su matrimonio con un blanco de Oregón, anunciaba con mucha puntería la extinción de los eyak: Udachkuqax*a'a'ch, que ya entonces era María, el último espécimen vivo de aquel pueblo milenario de pescadores, de hombres de mar mitológicos, trabajaba etiquetando latas de atún en una fábrica. Entre lata y lata María fue criando a sus hijos; durante años sostuvo el esfuerzo de hablarles en eyak para que su lengua no se perdiera, pero ellos, los nueve, terminaron ignorándola y comunicándose en inglés, la lengua de su padre. María se quedó sola; hablaba eyak consigo misma y con Dios, y agobiada porque con ella iba a extinguirse su lengua y su pueblo, se convirtió en una modesta activista, sin más quórum que Dios y ella misma y poco a poco, entre acto y acto, comenzó a darse con fruición a la bebida. Michael Krauss, un estudiante de la Universidad de Alaska, la frecuentó durante sus últimos años para compilar un diccionario y una gramática que hoy descansan, como manuscrito incompleto y lleno de humedades, en un oscuro sótano de la alcaldía de Fairbanks. El tuvalu, el dhivehi y el eyak son tres lenguas que, en distinto grado, han empezado recientemente su capítulo final; la historia de una extinción triple que, de manera sesgada, oblicua e incluso disimulada, nos invita a pensar en la buena salud del catalán.

La extinción de otras lenguas invita, aunque sea de forma sesgada y disimulada, a pensar en la buena salud del catalán

Jordi Soler es escritor.

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