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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Algunas antigüedades, más o menos

Manuel Rodríguez Rivero

En Las palabras, una de las cumbres de la autobiografía literaria del siglo XX, Jean-Paul Sartre dice refiriéndose a su padre: "Leía libros malos, como todos sus contemporáneos". La frase, que tengo subrayada en la traducción del exiliado Manuel Lamana publicada por Losada en 1964, me ha venido a la cabeza a propósito de Cuerpos y almas, una novela de Maxence van der Meersch (reeditada por BackList) que formaba parte inevitable de las bibliotecas particulares de la clase media (vencedora) del franquismo. Entonces también se leían libros malos -en realidad, así ha sucedido siempre, resentimientos sartreanos aparte- aunque a menudo se vendieran encuadernados en honorable tapa dura, lo que confería a la biblioteca un aire más respetable que las plebeyas ediciones en rústica tan prodigadas en la República. Eran libros -me refiero especialmente a las novelas- que trataban de asuntos "fuertes" en estilo (anacrónicamente) naturalista y que rozaban los límites permisibles para los estrictos censores de la Dictadura. Mika Waltari, Lajos Zilahy, A. J. Cronin eran algunos de esos autores cuyo prestigio internacional convertía sus obras en pequeños best sellers de aquella precaria España en que la cultura no era el hambre más acuciante. Cuando se publicó originalmente Cuerpos y almas (1943), una historia de asunto médico -como, por cierto, también es La ciudadela (1937), de A. J. Cronin, reeditada asimismo por BackList-, su autor venía ya avalado por el Goncourt, de manera que la novela se convirtió en uno de los primeros éxitos de ventas de una Europa devastada. En España, donde Lauro la publicó en 1946 (a 50 pesetas el ejemplar, un montón de dinero), también lo fue, en gran parte debido a la inmediata reacción de los "directores espirituales" de una Iglesia que veía fantasmas por doquier, y que concedieron al libro involuntaria publicidad al criticar sus "cuadros rebosantes de malsano interés, en los que desfilan gentes inmorales y con vicios degradantes", por lo que -advertían- resultaba una obra "muy peligrosa para la generalidad de los lectores". De manera que, incluso en aquellos años, el éxito podía venir de la mano del succés d'escandale. Y es que, como escribía (en 1949) dirigiéndose a lectores adultos el célebre obispo Casimiro Morcillo (¿nadie ha pensado aún en beatificarlo?), hay libros "malos, muy malos, que pueden llevarte, como los amigos viciosos, a la perversión del sentimiento, a la prevaricación en las costumbres, o a la turbación del entendimiento". A mí, improbables lectores, me sucedió exactamente eso. De ahí mi tristeza.

Guillermo "explica" más profundamente que cualquier otro héroe literario. Feliz aniversario, Richmal

Richmal

En uno de los incongruentes vuelcos lectores a que me obligan estos comentarios semanales, abandono temporalmente el absorbente ensayo biográfico de Jordi Gracia La vida rescatada de Dionisio Ridruejo (Anagrama) -en el que, de entrada, ya me he quedado con ganas de saber más acerca de la etapa fascista del influyente intelectual del primer franquismo-, para releer algunas historias de Guillermo en las antiguas ediciones políticamente incorrectas de Molino. Y es que este sábado, 15 de noviembre, conmemoraré personalmente el nacimiento de su autora, Richmal Crompton (1890-1969), responsable de tantas satisfacciones lejanas. Sí, ya sé que parece un aniversario cogido por los pelos, pero lo cierto es que tengo dos días verdaderamente sagrados en mi calendario literario: el de la odisea dublinesa de Leopoldo Bloom (16 de junio) y éste del nacimiento de la creadora de mi primer gran héroe (junto con Robinson Crusoe) de papel impreso. Releo la aventura incluida en Guillermo, el detective -censurada en todas las ediciones inglesas desde que McMillan se hizo con los derechos de publicación en 1986- en que los Proscritos la emprenden, con métodos inspirados en los de las Stosstruppen, contra el señor Isaacs, nuevo propietario de la tienda de dulces del pueblo, a quien acusan de mezquino y poco de fiar (entre otros rasgos "sospechosos" tiene nariz ganchuda, como Fagin, el estupendo personaje de Oliver Twist). Sí, qué le vamos a hacer, es un cuento de tono antisemita y muy marcado por el momento en que fue publicado (1934), con la prensa británica saturada de noticias sobre los nazis recién llegados al poder (el título original del relato es William and the Nasties, un juego de palabras con "malo" o "asqueroso") y Oswald Mosley y sus camisas negras haciendo de las suyas en casa. Guillermo y sus amigos son hijos de su tiempo, aunque, como Peter Pan, nunca crezcan: en los relatos escritos en los años veinte también se las habían tenido que ver con torvos bolcheviques, conspiradores de aspecto eslavo o remedos mussolinianos. Pero la pobre Richmal, una admiradora de Henry James o Ivy Compton-Burnett a la que amargaba que sus libros para adultos (algunos han sido publicados por el editor Javier Marías en Reino de Redonda) llevaran una banda con el reclamo "por la autora de Guillermo", no fue ninguna extremista. Y Guillermo y los Proscritos -siempre enfrentados con los adultos a menos que éstos fueran atorrantes, espías, artistas de circo o deshollinadores- se convirtieron en ídolos tanto para los niños británicos hartos de las aburridas y edificantes historias eduardianas como para los muchos españoles que crecieron en el franquismo, y a quienes, como dijo Savater, Guillermo "explica" más profundamente que cualquier otro héroe literario. Feliz aniversario, Richmal.

Mentiras

Las víctimas del mal responden con el mal, reza la cita de Auden en el frontispicio de Red de mentiras, la estupenda película (sin llegar a ser una de sus obras maestras) de Ridley Scott en torno a la guerra asimétrica puesta en marcha por Bush en el corazón de la zona más sensible del planeta. Dos son sus temas principales: la(s) mentira(s) de un conflicto inacabable y la paradójica impotencia de un superpoder que posee la panoplia tecnológica precisa para ganar cien batallas pero se muestra completamente ignorante de la naturaleza de la guerra que libra y de los enemigos a quien quiere derrotar. De ambas cosas también habla, a su modo, Legado de cenizas (Debate), de Tim Weiner, una historia de la CIA desde su creación por Truman hasta ahora mismo, cuando el presidente Bush hijo (el padre, que fue director de la agencia antes que presidente, no sale tan mal librado) la ha convertido en una "fuerza policial paramilitar en el extranjero y en una burocracia centralizada en su sede central". Weiner, un periodista galardonado con el Pulitzer, ha manejado una impresionante cantidad de documentos para construir "la primera historia de la CIA recopilada a partir de informaciones de primera mano y fuentes primarias". Su advertencia final, que coincide en cierto modo con la tesis de Ridley Scott, es que una potencia mundial no puede persistir a menos que "tenga ojos para ver las cosas tal como son en el mundo". Y eso es precisamente lo que, a estas alturas de la historia, el departamento encargado de ello no sabe o no puede hacer.

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