Los lugares y los dioses
Una reflexión sobre la escultura y la arquitectura en distintas épocas de la historia, a través de varias muestras en Madrid
Entre dioses y hombres se titula la muestra de escultura clásica grecorromana que se exhibe en el Museo del Prado (hasta el 12 de abril), que ha acogido casi medio centenar de estatuas del Museo Albertinum de Dresde, ahora en remodelación, pero no sin intercalar unas cuantas de su nada desdeñable colección, que existe a pesar de que casi todo el mundo lo ignore o se empeñe en ignorarlo. Lo uno y lo otro ahora saltan a la vista y al tacto, y de tal manera que no se puede evitar la sensación acongojada, no de que todo tiempo pasado sea mejor, sino de que todo presente ha sido ya vivido y, por supuesto, formalizado. La mayor parte de la mítica colección de escultura del Albertinum representa dioses, cada vez, eso sí, según transcurre la historia, más humanizados, y hasta tan humanizados, como esa preciosa chica con la coleta al viento, una cabeza de musa pensativa, réplica romana del siglo I, que nos parece acabar de ver, entre el público, hace un momento, contemplándose a sí misma. Está tan llena de vida que nos olvidamos de las estatuas impresionantes de Mirón, Fidias, Praxíteles, Policleto o Alcamenes. Hacer sensual el canon y el mármol no es pequeña hazaña, pero nuestro patetismo nos eriza la piel al apreciar los restos de pigmento supervivientes de las esculturas policromadas. Perderse esta exposición es, en fin, esquivar el cálido roce de la vida palpitante mucho más que hacer caso omiso de una cita cultural.
Ayer u hoy, es casi lo mismo -el mismo anhelo, la misma zozobra-, y, si no, basta con visitar la exposición del escultor vasco actual Pello Irazu (Andoain, 1963), que no en balde ha titulado como El malestar, donde la bifurcación moral cobra una presencia física en forma de rincón esquinado. Siempre me ha asombrado cómo Irazu encarna el pensamiento, esa dialéctica entre lo que creemos atrapar de lo real y lo objetivamos y nuestra irreductible intimidad inobjetable. Con discretas alusiones a la gran escultura de la vanguardia histórica rusa, todo lo que te muestra Irazu, con cualquier formato, con cualquier material, con cualquier tema, todos ellos en perpendicular escisión angular, te sobrecoge, quizás porque él mismo se ve a sí mismo como insondable, el rasgo inequívoco de un verdadero artista. Aunque no es la primera vez que me ocurre, esta muestra de Irazu, de nuevo, me parece la mejor (hasta el 27 de noviembre, en la galería Soledad Lorenzo).
Quien no se haya percatado nunca de la estrecha relación entre Pieter Saenredam (1597-1665) y Piet Mondrian (1872-1944) podrá creer que la muestra número 22 de la serie Contextos de la colección permanente, que el Museo Thyssen-Bornemisza (hasta el 15 de febrero) ha organizado sobre el primero, agota su interés en admirar la obra de este histórico maestro holandés especializado en representar fachadas e interiores de iglesias. En cierto sentido, se puede uno quedar ahí y no por ello salir decepcionado al contemplar la reunión de La fachada occidental de la iglesia de Santa María de Utrecht (1662), del Museo Thyssen-Bornemisza, con La capilla de san Antonio y la nave norte de la iglesia de san Juan de Utrecht (1645), del Centraal Museum de Utrecht, y con el Interior de la iglesia de san Bavón de Haarlem (1628), del Museo Getty de Los Ángeles; pero hay algo más que nos sigue desafiando.
Significativamente, ahora mismo, una artista española, residente en Holanda, Lara Almarcegui (Zaragoza, 1972), trabaja también sobre espacios arquitectónicos, o, para ser más precisos, sobre su ruina, que no es para ella simplemente la de los edificios en estado calamitoso, sino los de cualquier construcción habitada y, por tanto, corroída por el tiempo. Sus documentos no son, sin embargo, sólo arqueológicos o forenses, sino que, como ahora se dice, interactúa con lo real y ahonda en sus grietas (hasta el 5 de diciembre en la galería Pepe Cobo). Por lo demás, gran parte de la obra del constructivista uruguayo Joaquín Torres García (Montevideo, 1874-1948) tenía que ver con la representación pictórica y plástica de arquitectura, donde el orden de los edificios sería casi holandés si no estuviera tan engastado por asimismo el tiempo, como ahora se puede comprobar visitando la estupenda muestra antológica que le ha organizado la galería de Leandro Navarro (hasta el 5 de diciembre).
Encerrado en su taller, un garaje en trance de remodelación, el artista catalán Frederic Amat (Barcelona, 1952) ha desplegado sus estandartes pigmentados, como quien tunde la pintura hasta el extremo de su desaparición, que es su estado más luminoso. Ahora exhibe, en la galería Álvaro Alcázar (hasta el 2 de enero), algunos restos de esta experiencia, donde lo fragmentario y episódico cobra carta de monumentalidad y te aprisiona. Hay trazas negras y estampidos de una gestualidad intimidante, pero que lo es, sobre todo, porque en ello lo físico y lo mental están muy entremezclados. Es un teatro de sombras, y, como tal, no cabe atrapar más que apariencias, todo en suspenso, en una fascinante ambigüedad, que tensa lo real hasta lo ilusorio, ese reino artístico sin retorno donde uno se refugia para perderse. En ese límite, la pintura ya no es pintura sino sólo por los extremos. El taller, un garaje a medias destartalado, se transforma en una caverna espectral y la pintura es un fantasma imborrable, cuyo parpadeo transfigura cualquier espacio. La pintura sobrevive mediante estas hazañas, que borran el mapa de lo establecido. Aquí y allí, entre los dioses y los hombres, un interminable paisaje de ruinas, de las que el arte, como le corresponde desde siempre, hace un buen acopio, a veces, deslumbrante. -
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