Cúpula
A finales de 1936, el Gobierno de la República Española anunció a Pablo Picasso, residente en París, su nombramiento como director del Museo del Prado. Con el cargo llegó un encargo: se le pidió a Picasso que pintara un gran mural para el Pabellón Español de la Exposición Internacional de París, que había de inaugurarse al año siguiente. El frente de Madrid parecía ya bloqueado, los dos bandos controlaban (en el caso de los republicanos, tentativamente) su territorio y se hacía evidente que la guerra de España iba a ser larga, cruenta y costosa. El Gobierno constitucional no tenía un duro. Mientras la zona nacionalista mantenía una cierta actividad comercial con el exterior, la zona republicana, salvo Bilbao, estaba volcada en el gasto bélico y en las experiencias autogestionarias. En estas circunstancias, el Gobierno republicano destinó dos millones de francos, una cifra altísima con la que se podía comprar armamento y víveres, a la construcción del Pabellón Español. Dentro de ese presupuesto, el 10%, fue asignado a Picasso en pago por el mural.
Picasso no hizo nada en los meses siguientes, salvo ir tirando y mantener su tormentosa vida sentimental. Ni el bombardeo de Málaga, su ciudad, logró inspirarle. Pero el 27 de abril del 1937 se produjo el bombardeo alemán sobre Gernika y la noticia llegó a París justo en vísperas del Primero de Mayo: el nombre de Gernika fue coreado una y otra vez en las manifestaciones. Y Picasso empezó a pintar el mural llamado Guernica. En la época, abundaron las críticas contra el derroche por un simple cuadro. Un dinero público que podía haberse destinado a salvar la República, o al menos a mantener con vida a algunos republicanos. No me espanta que la cúpula psicodélica de Barceló en la sede de Naciones Unidas haya costado mucho dinero, ni que parte del precio haya sido sufragado con fondos para la ayuda al desarrollo. Ars lunga, vita brevis. La pregunta es si dentro de 50 años o un siglo, será para alguien el símbolo de algo. O no.egonzalez@elpais.es
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