Un mozart a ras de suelo
Mozart no perdona. Exige voces de calidad, sensibles al estilo, guiadas por la musicalidad, no por el simple afán de lucimiento. En el foso, pide ideas claras, experiencia, equilibrio, elegancia y sentido teatral, porque en Mozart el teatro está en la música. En la escena también pide claridad, equilibrio, elegancia y sentido musical, porque las mejores ideas teatrales ya están en la partitura, sólo hace falta saber escucharlas. El equipo artístico reunido por el Liceo para poner en pie su nuevo montaje de Las bodas de Fígaro, coproducido por la Welsh National Opera, cumplía, sobre el papel, ese grado de exigencia. La ópera, sin embargo, esconde muchos misterios, y quizá el más insondable sea averiguar por qué narices un espectáculo que tiene todos los ingredientes para el triunfo no acaba de levantar el vuelo.
LAS BODAS DE FÍGARO
De Mozart. Libreto de Lorenzo Da Ponte. Intérpretes: Kyle Ketelsen, Ofèlia Sala, Emma Bell, Ludovic Tézier, Sophie Koch, Marie McLaughlin, Friedemann Röhlig, Raúl Giménez, Eliana Bayón, Roger Padullés y Valeriano Lanchas. Coro y orquesta del Liceo. Director musical: Antoni Ros Marbà. Director de escena: Lluís Pasqual. Escenografía: Paco Azorín. Vestuario: Franca Squarciapino. Iluminación: Albert Faura. Coproducción de la Welsh National Opera (Cardiff) y Liceo. Teatro del Liceo, Barcelona, 11 de noviembre.
Sorprende en Lluís Pasqual, director de fino olfato musical, una propuesta tan previsible, monótona y prudentemente conservadora. Ni tan siquiera el cambio de época -traslada la acción a la década de 1930- añade interés relevante a una comedia en que todo gira en torno al virgo de una doncella y el derecho de pernada. El nuevo envoltorio aporta un ligero toque de comedia de salón, nada más: al paso que vamos, lo revolucionario al final será montar la ópera en la época escogida por su autor. También sorprende, en un director que mueve bien los hilos del enredo, la exagerada gestualidad de algunos personajes. La sobria y elegante escenografía de Paco Azorín, consigue la proximidad con el espectador: visualmente, lo más ingenioso es el jardín de espejos móviles del cuarto acto, laberinto poético que rompe la monotonía de los anteriores actos. Discreto vestuario de Francesca Squarciapino y poco acertada iluminación de Albert Faura.
No acaban de funcionar las cosas en el foso. Antoni Ros Marbà dirige la obra con una sensibilidad camerística que depara matices muy bellos sólo apreciables en las filas más próximas de platea. Quizá funcionaría en un teatro pequeño, pero la inmensidad del Liceo pasa cruel factura, quedando una lectura plana, sin agitación ni contrastes, lo que en Mozart suele ser antesala del bostezo.
Emma Bell, soprano de voz grande y canto generoso, es una muy notable, elegante y musical Condesa, sólo enturbiada por sus cambios de color. El momento mágico de la noche lo protagonizó la también soprano Ofèlia Sala, estupenda Susanna que tocó el cielo cantando un Deh, vieni, non tardar de irresistible belleza. El barítono Ludovic Tézier firma un Conde de impecable línea, muy bien cantado, que va a más a lo largo de la función, mientras que su colega Kyle Ketelsen es un Fígaro de gran fuerza teatral desde el principio, pero llega con problemas de fiato al final y no puede ocultar la debilidad de su registro grave. Estupenda labor de la mezzosoprano Sophie Koch en el siempre encantador Cherubino y de auténtico lujo la presencia de dos veteranos artistas, el tenor Raúl Giménez y la soprano Marie McLaughlin, en los papeles de Basilio y Marcellina (a los que, sin embargo, podaron sus arias). Salvo el flojo Bartolo del bajo Friedremann Röhlig, cumplieron con solvencia Eliana Bayón (Barbarina), Valeriano Lanchas (Antonio) y Roger Padullés (Don Curzio).
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