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Columna
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Platos con sus calaveras

Aseguro, sinceramente, haber tomado el firme propósito de no volver a escribir sobre el Tenorio y acabar plácidamente mis días sin mencionarle más. Pero iniciado el mes de noviembre me invade la comezón y el recuerdo de los versos de Zorrilla, versión de la leyenda que más me gusta, sin que ello implique calificación literaria de género alguno. Me encantan sus ripios, la puntualidad con que aparecía en las carteleras madrileñas, el pugilato interpretativo entre las compañías y me refiero a épocas anteriores a la experiencia de Luis Escobar y Pérez de la Osa en el Español y cuando comenzaron a disfrazarle con figurines de Dalí y otras mixtificaciones.

Cada cosa en su momento se dice en casi todos los idiomas y, desde un punto de vista personal, me gustan poco las traslaciones históricas ni los cubileteos con el tiempo, que es el marco de todas las cosas. Personas más avisadas, sensibles, cultas y conocedoras que yo dedican su esfuerzo a traducir las edades del hombre -y de la mujer, no lo olvidemos jamás- a otras posteriores, con lo que, en el campo literario -en ninguno, la verdad- estoy de acuerdo.

Vestir a Don Juan con un chaquetón de motero es un ultraje a la verdad histórica y al personaje

Nuestro Burlador es no sólo un playboy al uso, un conquistador, un supercasanova, un corredor de faldas, un rondador de duquesas valetudinarias, sino un soldado valiente, un jugador arriesgado, un aceptable bebedor y un hombre de mundo al que casi todo le sale bien. Fue capitán con las tropas del emperador en Italia, combatió en Flandes, recibió, hizo, deshizo y rehizo su fortuna, que "va tras él desde la cuna", según dice uno de los personajes que le conocen.

Cierto que las mujeres eran un trofeo, como más tarde lo fue alguna para Luis Miguel Dominguín. Pero en aquellas épocas sólo había, básicamente, tres clases de mujeres: las reinas y las que merodeaban en el poder político o económico; las santas y las demás, lote en el que entraban comediantes, prometidas, esposas o hijas del prójimo.

Hoy, los hombres de armas tienen que acumular títulos, diplomas y cursillos para ascender fuera de los campos de batalla, cada vez más raros. Van al cuartel de paisano y se cambian en algún rincón anejo al cuarto de banderas. Ni siquiera les solicitan hoy para apadrinar o testificar en bodas, que parecían deslucidas sin algún uniforme condecorado.

El tiempo no hiere, ni mata; pasa y muda las cosas y las personas. Para mí que ni los percebes saben hoy lo mismo que a principios del siglo XX, cuando empezaron a menudear en las mesas exquisitas. No digamos, pues, de las reacciones, sentimientos y comportamientos del mudable ser humano y sus circunstancias. Vestir a Don Juan con un chaquetón de motero es un ultraje a la verdad histórica y al personaje que fue. Don Juan no hubiera existido en la Grecia de Pericles ni en la Roma de Augusto. Había otros personajes, se vivía, mataba, comía y amaba de distinta manera, lo que no quita valor al entusiasmo y dedicación de quienes, a falta de originalidad, travisten cuerpos y almas de personajes de otras edades.

Sacar sobre el escenario a un personaje de Esquilo, de Shakespeare, de Calderón o de Echegaray con un mono de fontanero es, a mi desvariado juicio, una mistificación, un fraude, porque es más cierto que el hábito hace al monje. Al día de hoy, un ministro sin corbata más parece un lanzador de jabalina en traje de calle que una personalidad rectora.

Bienvenidas las innovaciones complementarias, de las que aún viven quienes tienen memoria del cómico y director de escena Rambal, que exploró con tacto las fronteras escénicas de su tiempo. Aunque parezca extemporánea me viene a la memoria un incidente en el transcurso de los ensayos en una pieza sobre la Pasión de Cristo. Se producía un fundido de dos o tres segundos y se escuchó la voz de la hija de Rambal, que representaba a san Juan, en la Última Cena, diciendo airada: "¡Como pille al apóstol que me ha tocado una teta le rompo la cabeza!".

Añorado Don Juan, cuyos parientes inspiraron a Mozart, que sigue a Molière, Tirso, Richard Strauss, Byron... Para mí quien más se ha acercado al prototipo -por casualidad, según el propio Zorrilla, que renegaba de él con la boca pequeña- es el que atropellaba todos los cálculos horarios -"A las nueve en el convento / y a las diez en esta calle"- amén de la seducción de doña Ana de Pantoja y otros incidentes, imposibles de llevar a cabo ni siquiera disponiendo de una Harley Davidson.

Me gusta incluso la chulería gastronómica de hacer platos con las calaveras de sus víctimas, último grito en la más delirante de las vajillas imaginables.

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