¿Qué haría George Bailey?
Las lecciones del protagonista de 'Qué bello es vivir' para afrontar crisis de liquidez
Estaría bien pensar que si George Bailey hubiera estado por aquí en septiembre, el Gobierno de EE UU podría haberse ahorrado medio billón de euros, Islandia podría haberse evitado el llegar prácticamente a la quiebra y el resto del mundo no habría tenido que gastar otros dos billones de euros en rescates financieros ni que afrontar la perspectiva de una recesión larga y profunda. Seguro que se acuerdan de George: encarnado por James Stewart, evitaba en la película Qué bello es vivir una retirada masiva de fondos de la Bailey Brothers Building & Loan Association que habría destruido la institución. Su apurada situación, con esa espeluznante prefiguración del presente, incita a examinar más detenidamente el punto en que la cultura y las finanzas se cruzan.
Los Bailey podían ser casi una encarnación primitiva de Fannie Mae y de Freddie Mac
En la película, la cooperativa de crédito para la construcción se enfrenta a lo que ahora se denomina una "crisis de liquidez": la asociación no podía cubrir sus obligaciones con el efectivo disponible, y mucho menos garantizar un préstamo. La gente del pueblo se apresura a retirar los ahorros de su vida. "Tenéis una idea muy equivocada de este sitio", dice George a la multitud. "Como si yo tuviera el dinero en una caja fuerte. El dinero no está aquí".
Hasta ahí estaba claro. Pero George continúa, señalando a los individuos. "Tu dinero está en la casa de Joe", le dice a un hombre. "Justo al lado del tuyo", le dice a otro. "Y en la casa de Kennedy, y en la de la señora Backlin, y en varios centenares más. Porque les estáis prestando el dinero para construir, y después ellos os lo devolverán como mejor puedan". Creéis que estáis depositando aquí el dinero, les insinúa, pero en realidad todos nos estamos ayudando mutuamente. Y si algunos propietarios no pueden pagar a tiempo, "¿qué vais a hacer?", pregunta George, "¿Desahuciarlos?".
"Tenemos que mantenernos unidos", prosigue George, o el banquero verdaderamente malo, Henry Potter, se hará con el control de todo. "Debemos tener fe los unos en los otros".
Y al menos durante un tiempo, el discurso funciona. La perspectiva que George tiene de la sociedad de ahorro y crédito inmobiliario como una especie de institución de ayuda social la aprendió a los pies de su padre, que creó esa sociedad, y que le decía: "En lo más profundo de su ser, los humanos desean un techo, paredes y chimenea propia. Y nosotros les ayudamos a conseguirlos".
Los Bailey podían ser casi una encarnación primitiva de Fannie Mae y de Freddie Mac, las empresas fundadas por el Estado para ayudar a hacer posible el mismo sueño entre los estadounidenses. Desde mediados de la década de 1990, los políticos y la ciudadanía las han estado presionando en nombre de este mismo ideal para que concediesen préstamos a prestatarios que implicaban un riesgo cada vez mayor.
Pero lo que realmente ayudó a ese proyecto a salir adelante fue el descubrimiento en Wall Street de que esos préstamos tan arriesgados podían juntarse con otros en una especie de multipaquete de hipermercado y revenderse como activos de calificación elevada. Es como si George hubiera encontrado un modo de hacer negocios con Potter, y respondiera a su desdeñoso reto de "¿diriges un negocio o una casa de caridad?" con un "¡ambos!".
Al final, cómo no, tanto el sueño caritativo de George, en el que los bancos se abrazan a sus comunidades y evitan desahucios, como el sueño de Potter de encontrar estratagemas para obtener beneficios sin que le estorbaran otras consideraciones, se hundían hace unas semanas bajo el peso irrealista de sus fantasías. Pero en medio de esta crisis ha salido a la luz algo distinto, que de ordinario asociamos más con la vida cultural que con la empresa financiera.
Tras los desahucios y las quiebras bancarias, toda la circulación, el comercio, la interacción -el coito en la vida económica- prácticamente se habían frenado en seco. Aunque un banco tuviese dinero, no estaba por la labor de arriesgarse a prestarlo, ni siquiera a empresas respetables y para un uso a corto plazo. Es como si todo el criterio de evaluación se hubiera hecho añicos. ¿Qué valía realmente cualquier cosa? ¿Qué era peligroso y qué era seguro? ¿En quién se podía confiar?
Tanto se había degradado el juicio, y tan impredecibles eran las consecuencias, que lo más seguro era no hacer absolutamente nada. La liquidez se solidificaba; el crédito se congelaba. Y esto no sólo reflejaba el hundimiento de la actividad empresarial sino también de la confianza o, por usar la palabra de George, de la fe.
Puede que parezca raro pensar en estas enormes alteraciones como reflejos de algo tan elemental: ¿ahora hay que gastar billones de euros para restablecer la confianza? Pero vemos que este problema ya se planteó en anteriores periodos de transición cultural. Pensemos en El mercader de Venecia, de Shakespeare. Escrito en una época en la que la Inglaterra isabelina estaba siendo transformada por el comercio europeo y por sus cada vez mayores ambiciones internacionales, podría parecer incluso que la obra trata de cómo crear confianza en un mercado tumultuoso.
La obra ridiculiza las diferencias culturales en la Venecia cosmopolita. Un español bufonesco, un marroquí que blande una cimitarra, alemanes borrachos, un usurero judío: todos estos tipos se invocan en la obra. ¿Pero cómo pueden estos personajes tan variados interactuar en el comercio y para beneficio de la ciudad? Sólo mediante la presencia de una fuerte ley central que garantice la confianza en medio de la desconfianza.
Shakespeare, sin embargo, no quita importancia a las dificultades de establecer métodos coherentes para juzgar, ya sea para evaluar los productos o a las personas que los fabrican. ¿Son las mercancías lo que parecen? ¿Y las personas? Los pretendientes de Porcia se ven obligados a escoger entre un cofrecito de oro, plata o plomo, inseguros de cuál de ellos mostrará la verdadera imagen de su amada. Los personajes confunden mentira y verdad, ornamento y esencia, misericordia y crueldad. En medio de todo, asombra que sea posible cualquier tipo de intercambio social y económico. Shakespeare parece asegurar que sí, pero con ojos modernos que desconfían del trato que le da a Shylock, nos entra la duda.
Y ahora, por supuesto, la cuestión de la confianza se eleva a una escala inaudita. En 2007, cuando las quiebras de este otoño apenas se imaginaban, el analista de inversiones James Grant predecía que los hábitos de años anteriores conducirían a un inminente desplome del crédito, "respecto al cual la posteridad moverá la cabeza preguntándose '¿en qué estaban pensando?".
Sostenía que la ornamentada naturaleza de los "productos" financieros que se ofrecían formaba parte del problema, y en un artículo de opinión publicado en The New York Times en enero coincidía con el banco UBS, que calificaba la actual crisis hipotecaria como "el mayor fracaso de las calificaciones y de la gestión del riesgo de todos los tiempos".
Lo curioso es que ahora dependamos del Estado para restablecer la confianza mediante el rescate e incluso la nacionalización de instituciones financieras, y dependamos de la misma autoridad que da su valor al papel moneda. Pero después de los acontecimientos del pasado siglo, ¿puede alguien creer sin asomo de duda que el Estado deba ser el criterio supremo de confianza y fe fiscal? ¿Y podría incluso un George Bailey de carne y hueso convencernos para que confiemos, por no hablar ya de creernos que las buenas intenciones tienen poder sobre los principios de las finanzas? Nos esperan tiempos peligrosos. -
© 2008 New York Times News Service. Traducción de News Clips.
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