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Columna
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Setas

Tal vez no debería escribir lo que pienso. Quizá no debiera contar lo que disfruto cuando salgo al campo a coger setas. Contarlo en público es un pésimo negocio porque cualquiera que se sienta estimulado por la propaganda puede convertirse en un nuevo rival que sumar a la multitud de recolectores que compiten conmigo cada fin de semana. Pero se supone que uno escribe lo que opina o lo que siente de verdad y lo cierto es que a mí salir a por hongos me encanta.

Yo lo comparo incluso con eso que dicen del póquer, que disfrutas hasta cuando pierdes. Y es que hasta cuando vuelvo con la cesta vacía o le meto un par de piñas para hacer bulto y no hacer el ridículo ante la competencia lo paso bien. Lo paso bien ahora que soy un veterano de la afición y lo pasaba bien cuando era un crío y salía armado de una pequeña navaja a la que mi padre limaba la punta y el filo para que no me cortara un dedo. Él me enseñó a descubrir el níscalo de los pinares y a gozar del paseo y el olor de la resina. Con él aprendí a apreciar las lluvias oportunas del final del verano que favorecen la floración de las esporas y a lamentar los hielos prematuros que acaban con ellas.

Más de uno ha encontrado en la recolección de hongos un bálsamo para la crisis que nos aflige

Son sensaciones que se meten en el disco duro de los sentidos y que no se olvidan jamás. Experiencias altamente recomendables en la vida de un chaval porque te enseñan a amar el campo y respetar la naturaleza para siempre. Hice lo propio con mis hijos y comparten sentimiento y afición.

Las setas son un regalo del otoño. Un obsequio de la naturaleza en la estación más tranquila, melancólica y decididamente intimista del año. Son además un plato exquisito, con una variedad de especies y posibilidades gastronómicas que su temporalidad convierte en acontecimiento para la mesa. Es el más seductor reclamo del campo cuando el paisaje parece desplegar su riqueza cromática como las plumas de un pavo real. Así que en cuanto puedo allá voy con mi cuchillito de cachas de madera a fijar la vista en la madre tierra con la ilusión de descubrir lo que otros no han visto. Porque en esto de las setas conviene tener muy claro que siempre hay alguien que se adelanta. Hay que asumirlo, especialmente los urbanitas que jugamos en clara desventaja con los aficionados locales. Al margen del conocimiento exhaustivo del terreno que les es próximo y la experiencia que les transmitieron sus mayores, ellos sacan horas entre semana para batir los viveros más propicios. Cuando llegamos los del sábado y el domingo aquello está trillado y no queda más remedio que explorar territorios menos favorables y trabajar el doble. No importa, la necesidad te obliga a aguzar la vista y el ingenio para imaginar qué zona puede haber pasado inadvertida a las hordas del lugar.

A pesar del anticipo de las nieves, 2008 está siendo un buen año de setas, y más de uno ha encontrado en su recolección un bálsamo para la crisis que nos aflige. El alto precio que las setas alcanzan en el mercado estimula, por desgracia, la acción de muchos buscadores que carecen de conocimientos y escrúpulos. En ese perfil están los tipos del rastrillo, que en su codicia recolectora arañan la capa superficial de la tierra para arrancar hasta los botones aún sin aflorar. El daño es tremendo, porque al rastrillar se destruye el entramado subterráneo que propicia la fructificación del hongo. A los estragos medioambientales que ese destrozo provoca hay que añadir los graves riesgos que comporta una recogida ansiosa e ignorante. Una sola seta venenosa que se cuele en la cesta le puede costar la vida al pringado que la ingiera y cada año se cuentan por cientos las intoxicaciones severas por la ingestión de hongos no aptos para el consumo humano. Aunque parezca mentira, en los tiempos que corren aún queda gente que para comprobar si son venenosas emplea métodos tan absurdos y falsos como el de la cuchara de plata o el del ajo.

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Con las setas, cuidadito, y con el campo también. En los otoños de buena cosecha son miles y miles las personas que se lanzan a la recogida sin freno ni control alguno sobre su proceder. Ha habido fines de semana en que la capa vegetal presentaba el aspecto de haber sido recorrida por un millón de clones del caballo de Atila. Tal vez ha llegado el momento de regular esta actividad para que mantenga su carácter lúdico y educativo sin efectos perniciosos para el medio ambiente. Hay comunidades, con mayor tradición setera que Madrid, donde se exige incluso un carné como a los cazadores, o cuando menos unas normas de comportamiento que aplican con rigor. Reglas que eviten los abusos y conviertan en sostenible una afición sana para el cuerpo y el espíritu.

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