Una conversación siniestra
Las señoras mayores me fascinan. Y no vayan a creer ustedes que se trata de una confesión erótica; me refiero a oírlas hablar, con esa mórbida afición que todas parecen tener por las historias macabras. Si uno quiere saber dónde hay una casa embrujada, cuándo se produjo un suceso truculento o cuál de las tres hijas del vecino veía "cosas", no lo duden, pregúntenselo a ellas. Tiempo no les falta y estarán encantadas -con sus ojitos de no haber roto un plato- de contarles lo que no cuenta el vecindario oficial.
Para muestra un botón: llegaba temprano a una cita y -para matar el tiempo- fui a sentarme con mi periódico en la placita que hay en la intersección del paseo de Maragall y las calles de Garcilaso y de las Acàcies. Por si no lo conocen, se trata de un espacio triangular, en cuyo centro hay unos toboganes modernos -de esos de madera, con cuerdas y colores chillones-, rodeados por una valla bajita y un seto que lo preserva del tráfico, que cruza furibundo el paseo. Por la parte exterior de la plaza hay unos cuantos bancos, una mimosa de tamaño respetable, una fuente medio escondida y un pequeño monumento de granito, flanqueado por dos cipreses dignos de un cementerio antiguo.
"Barcelona al Dr. Ferran", recuerda una placa donde confluyen las calles de Garcilaso y de las Acàcies
El lugar no tiene placa. O, lo que es lo mismo: no tiene nombre. Y entonces -mientras me interrogaba al respecto- fue a sentarse a mi lado una ancianita, con una bata a cuadros bajo la que llevaba puesto un grueso jersey de lana; armada con una bolsa de pan desmigado que fue a poner en su regazo. Así pasaron dos, tres largos minutos. Pero la curiosidad pudo más que la discreción y al fin me decidí. Le pregunté si vivía en las inmediaciones y si sabía cómo se llamaba aquel lugar. A lo que ella, enigmática, me respondió:
-Ésta es la plaza de la Muerte, joven, por eso no tiene placa. Incluso le pusieron un monumento -dijo, mientras señalaba hacia un extremo-. Allí resbaló un niño y se mató al darse contra el filo de piedra.
Decididamente, no deseaba tanta información, pero ella interpretó mi mutismo como una invitación a contarme la historia completa.
-Verá, lo del niño fue a poco de ponerse la estatua. Yo aún vivía a dos esquinas de aquí, con mi difunto marido. Poco después, una chica fue atropellada justo ahí enfrente, en el semáforo. Estaba distraída esperando para pasar y un camión, con el espejo retrovisor, le golpeó la sien y cayó fulminada.
Ella siguió relatando el triste deceso de un familiar, que nada tenía que ver con todo aquello, hasta que acerté a escuchar una última frase:
-Y otra vez se suicidó un mendigo colgándose de esa mimosa, ya ve usted.
Tras unos segundos en silencio, se alisó la falda y vació la bolsa de pan desmigado con un perfecto movimiento en semicírculo, cubriendo de migas el suelo y parte de mis zapatos. Vinieron las palomas y yo me tuve que ir. Pero antes me acerqué hasta el lugar señalado. Allí, efectivamente, encontré un plafón de granito con la inscripción: "Barcelona al Dr. Ferran" y un relieve en bronce de un caballo moribundo, montado por un cadáver armado con una guadaña.
Se acercaba el Día de Difuntos. Y contagiado por tan lúgubre fiesta, me pasé toda la mañana deseando llegar a casa para buscar en mi ordenador quién y cuándo había puesto aquella extraña estela. Resultó ser obra de Josep Cañas i Cañas, encargada por el alcalde Porcioles en 1972. Conmemora las vacunas inventadas por Ferran contra el tifus, la rabia y el cólera. De hecho, cerca de allí hay un centro de asistencia sanitaria que lleva su nombre. Pero les aseguro que si algún día quieren hacerle un monumento a la parca, sólo tienen que cambiarle la inscripción. Requiescant Im Palo.
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