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PUNTO DE OBSERVACIÓN | OPINIÓN
Columna
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El club nuclear

Soledad Gallego-Díaz

Si en algo coinciden los senadores Barack Obama y John McCain es en que el prestigio de Estados Unidos ha sufrido un deterioro enorme durante la Administración de Bush. Ésa es una realidad que ha tenido y está teniendo repercusiones extraordinarias en el plano internacional, hasta el extremo de que atajar ese declive se ha convertido en una de las primeras responsabilidades y obligaciones del nuevo presidente. No se trata sólo, como algunos piensan, del papel que vaya a tener Estados Unidos en el control de la crisis económica mundial. Los componentes económico-financieros marcarán, sin duda, los primeros cuatro años del mandato presidencial, pero en 2010 habrá que renegociar el Tratado de No Proliferación Nuclear y ése es un campo también decisivo para las relaciones y la comunidad internacional. En 2010 se puede reordenar pacífica y sensatamente el escenario mundial nuclear o se puede dar paso a una etapa de creciente incertidumbre y de peligro. El mayor o menor prestigio que tenga Estados Unidos y su presidente en ese momento será un elemento importante de estabilidad.

La creciente crisis energética ha hecho que muchos países en vías de desarrollo piensen en la posibilidad de instalar, o aumentar, su capacidad nuclear con fines eléctricos. La mayoría ha optado por adquirir el uranio enriquecido necesario para ello en alguno de los "grandes": Estados Unidos, Rusia, Francia o Reino Unido. Pero unos pocos han optado por proveerse de la tecnología necesaria para enriquecer el uranio ellos mismos, con el objetivo, aseguran, de garantizarse la autonomía y de ahorrarse los millones de divisas que hay que pagar a los países "grandes".

El caso más polémico es el de Irán, que va en camino de crear esa planta enriquecedora, en contra de la opinión no sólo de Estados Unidos, sino de prácticamente toda la comunidad internacional, que desconfía evidentemente del uso estrictamente pacífico que Irán vaya a dar a ese material atómico. Israel, que en su día se dotó en secreto de armas nucleares, considera que un Irán nuclear sería un peligro "vital" para ella y ha advertido en varias ocasiones que no consentirá que esa planta llegue a funcionar.

La dificultad estriba en que el TNPN no prohíbe la creación de plantas enriquecedoras de uranio (Brasil es el sexto productor mundial), siempre que organismos internacionales controlen el uso civil del uranio enriquecido.

De hecho, Irán no es el primer país que ha seguido ese camino. Brasil, que anunció hace un mes la construcción, ayudado por Francia, de su primer submarino nuclear, inauguró en 2006 en Resende (Estado de Río de Janeiro) su propia planta enriquecedora de uranio, que abastece ya en parte a sus dos centrales nucleares de producción eléctrica, Angra 1 y Angra 2. El gigante latinoamericano tuvo sus más y sus menos con el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) porque no aceptó que fiscalizara todas sus instalaciones -temía, según explicaron las autoridades brasileñas y el propio Lula, que se espiaran sus avances tecnológicos en materia de centrifugación, muy innovadores y exclusivos-. Finalmente, y convencidos de los fines pacíficos de Brasil (que no fines civiles, puesto que el submarino está destinado a defender los yacimientos petrolíferos más alejados de la costa y será indudablemente parte de la estructura militar), la planta se puso en marcha y el país pasó a formar parte del muy exclusivo club nuclear mundial, junto con Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Japón, Holanda y Rusia.

Resolver esta situación de la manera menos desfavorable para los que ya tienen el arma nuclear y, sobre todo, de la manera más segura para el conjunto de la comunidad internacional será una de las grandes tareas del nuevo presidente norteamericano y uno de los capítulos que debería ayudar a recomponer el prestigio de su país.

Junto a los componentes económicos y de proliferación nuclear, en América Latina se da por hecho que el nuevo presidente de Estados Unidos tendrá que hacer frente a un tercer capítulo decisivo: los cambios importantes que se registren en la situación de Cuba. Y de ese tercer capítulo en concreto dependerá el prestigio del presidente norteamericano en este hemisferio. De su capacidad para influir en esos cambios, de su habilidad para satisfacer los intereses no siempre coincidentes de los cubanos que viven en Estados Unidos (1.245.000) y de su destreza para hacer todo eso sin provocar el encono de las sociedades latinoamericanas, alejadas del modelo cubano, pero ligadas inextricablemente a la historia de la revolución cubana.

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