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La nueva caja vasca
Columna
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La descendencia

Lo que se lleva ahora es tener sobrinos. Tener hijos es reaccionario. Compruebo que en sociedad todos están orgullosos de sus sobrinos, a los que ven más bien poco, pero a los que malcrían con placer. Cuando la gente se conoce, en las reuniones de trabajo, en las presentaciones de libros, surge la pregunta: "¿Cuántos sobrinos tienes?" Y uno contesta, por ejemplo, que tiene dos sobrinos, chico y chica; o que tiene tres sobrinos ya mayores; o que tiene un sobrino que trabaja en Estocolmo y otro que estudia en Nueva York.

Hubo un tiempo en que se llevaban los hijos adoptivos. En las inauguraciones de los bares, en las exposiciones de pintura, todo el mundo hablaba de sus hijos adoptivos, de que sus hijos adoptivos hacían esto o aquello, y luego preguntaban por tus hijos adoptivos. Era un agobio. Ante las máquinas de café, en las colas del guardarropa, cualquiera decía, para hacer tiempo: "¿Cuántos hijos adoptivos tienes?" Y enseguida enseñaba las fotos de los suyos, esas encantadoras caritas con rasgos de Etiopía, Extremo Oriente o Bielorrusia. Y a ti te daba un poco de vergüenza tener hijos biológicos, como si fueras un carca, como si siguieras anclado en la Edad de Piedra. Y de alguna manera sigues en la Edad de Piedra, según denuncian tus detractores, gentes de ideas amplias.

Ser padre es hacer de policía. Ser tío, en cambio, es un ejercicio divertido y trasgresor

Pero la moda de los hijos adoptivos ya ha pasado. Ahora se lleva tener sobrinos. Los sobrinos son algo descansado. Con ellos bastan dos regalos: en su cumpleaños y en Navidad. Tener sobrinos comporta múltiples ventajas y te permite desempeñar un sugestivo papel moral: la educación alternativa. Si sus padres les obligan a hacer los deberes, tú propones a los sobrinos lecturas transgresoras; si sus padres los llevan a misa, tú te los llevas al casino; si sus padres hablan de orden y de esfuerzo, tú les explicas las miserias del poder e inventas refranes anarquistas. Les financias las partidas de póquer, mientras sus padres creen que van al grupo de montaña.

En las próximas temporadas se llevarán los embriones. La gente está fabricando embriones a mansalva. Lo que pase después no es cosa suya. En los cócteles, en las comidas de empresa, en los tendidos de toros, la pregunta será muy pronto la siguiente: "¿Y tú, cuántos embriones tienes?" "Doscientos... trescientos... ya no sé". Y comentarás alguna cosa sobre tu ginecólogo, que hasta puede que sea uno de esos ginecólogos simpáticos, magnánimos, esdrújulos, que salen por la tele.

Pero no adelantemos acontecimientos. Esta temporada se llevan los sobrinos. Y lamento encontrarme en desventaja. No sólo tengo el mal gusto de ser padre biológico (y sin un mísero embrión en la probeta), sino que no tengo sobrino que llevarme a la boca, un sobrino al que agarrarme y que me redima del opresivo papel que ejerzo en la familia. En las conversaciones nunca doy el tono: siempre hablando de mis hijos, como un tirano, pero sin el rasgo liberal, desenfadado, de tener un sobrino.

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Ser padre es hacer de policía. Los padres le hacemos el trabajo sucio al Estado. Nos pasamos la vida exigiendo a los niños que terminen la cena, que ordenen su cuarto, que apaguen las luces, que metan los zapatos al armario, incluso que den besos a sus tíos. Ser tío, en cambio, es un ejercicio divertido y transgresor. Hay que tener un sobrino con el que hablar mal del Estado y de los padres, un sobrino al que recomendar lecturas irreverentes, un sobrino al que referir los pasajes más vergonzosos de tu adolescencia, para que no cometa los errores que tú cometiste entonces, unos errores de los que, por cierto, jamás hablarás a tus hijos.

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