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Columna
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La jerga de los rufianes

Rafael Argullol

Las trampas del lenguaje, como siempre, han desempeñado una función decisiva en lo que está ocurriendo estos días y que, ha falta de otra definición, denominamos -en una nueva trampa del lenguaje- "la crisis". Ahora, súbitamente, ha aflorado la letra pequeña de los contratos de felicidad que se habían firmado a lo largo del último decenio y esta letra pequeña, más determinante que la grande, amenaza con arruinar los sueños de bienestar que tantos habían albergado. Deslumbrados por los titulares y sus promesas, ¿a cuántos se les ocurrió examinar las cláusulas aparentemente secundarias de sus contratos?, ¿cuántos sabían lo que era una subprime en esos años de supuesta opulencia?

La dictadura de la 'letra pequeña' se extiende y nos desarma en todos los ámbitos

Soy el último en poder juzgar esta ignorancia puesto que confieso que yo también soy incapaz de leer la letra pequeña, o de escuchar con atención mientras otros leen. Las pocas veces que han intentado inducirme a operaciones más o menos financieras mis interlocutores han debido desistir ante mi evidente incapacidad para la escucha. Puedo captar expresiones como plan de pensiones o fondo de inversión, pero cuando debo sumergirme en las cláusulas sucesivas y cada vez más enrevesadas tengo la impresión de que mi mirada rebota en un muro gris e interminable. En su momento firmé un contrato de hipoteca sin, lo reconozco, saber exactamente lo que estaba firmando y únicamente movido por la necesidad de salir del despacho del director de la sucursal bancaria donde me estaban torturando con condiciones y más condiciones, todas ellas provechosas para mí.

Claro está que eso no me pasa sólo con los contratos económicos, sino con toda la literatura en la que la letra pequeña ejerce su tiranía. Odio, por ejemplo, tener que leer las instrucciones para el funcionamiento de los electrodomésticos o de los automóviles. Supongo que gracias a esta aversión me pierdo muchas cosas o, como se dice, "saco poco rendimiento" a esas máquinas; sin embargo, el lenguaje presuntamente técnico, reiterativo y estúpido de esos folletos me saca de quicio.

Al igual me sucede con las instrucciones para el buen uso de los medicamentos. Estoy dispuesto a envenenarme antes que tener que leer esta suerte de pergaminos enrollados que desde hace unos años llevan los fármacos y en los que vas avanzando fatigosamente a través de un idioma tan abstracto que cuando llegas a la posología ya estás mareado y sin ganas de saber las cápsulas que debes tomar.

No muy diferentes son los protocolos que ahora te hacen firmar antes de las pruebas médicas y las operaciones quirúrgicas para curarse en salud tanto en las clínicas como, sobre todo, las aseguradoras. Tales protocolos, que a menudo parecen verdaderas hipotecas, aunque sobre el cuerpo y no sobre el piso, llegan a exhibir redactados diabólicos en los que la letra pequeña te puede llevar a la tumba sin coste alguno por parte de los frustrados salvadores.

La dictadura de la letra pequeña se extiende y nos desarma en todos los ámbitos. Cualquiera que pretenda dominarte basta que vierta sobre ti su dialecto especializado de la manera más oscura posible. Nada podrás hacer frente a la jerga especializada y convenientemente entenebrecida del jardinero, del lampista, del científico, del profesor de filosofía. Respecto a este último, que precisamente debería aclarar el significado de las palabras, Walter Benjamin aludía a la jerga de los rufianes, repleta de conceptos impenetrables, que tan frecuentemente resuena en las aulas académicas para disuadir a enteras generaciones de estudiantes del amor a la filosofía.

No obstante, ningún lenguaje como el político para ahuyentar a los ciudadanos de la política. ¿Cuántos ciudadanos han leído, para poner un caso, el texto de la Constitución Europea, uno de los más aburridos que puedan concebirse?, ¿cuántos, por poner otro ejemplo, han examinado el redactado del Estatuto de Cataluña, uno de los peor escritos en la poco halagüeña literatura política de nuestra época?

A veces pienso en los escritores de estos documentos en los que la letra pequeña es un arma letal y siempre llego a la conclusión de que el gran maestro es el burócrata. Éste, refinado corruptor de las palabras, es el que ha inspirado al redactor de folletos de electrodomésticos y de medicamentos, al redactor de protocolos, al redactor de constituciones, al redactor de manuales de filosofía. El otro día recibí una información burocrática que en sólo dos líneas derribaba al sujeto que debía ser informado: "La desvinculación es un requisito previsto, pero no hay ninguna referencia a la no aplicación de esta desvinculación en ninguna disposición transitoria".

Touché. Den esa arma letal a los chacales y déjenles prometer felicidad. Tendrán una de las causas de "la crisis".

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