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Columna
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Inmersión y participación

Durante muchos años he creído en la validez y la fuerza de las palabras y en que somos individuos que piensan en una única lengua, aunque conozcamos e incluso creamos dominar alguna más. En ocasiones nos envuelve un entorno distinto, durante el tiempo preciso para expresarnos en idioma diferente, en el que llegamos a soñar y asimilar los vericuetos expresivos que constituyen el verdadero vehículo de la comunicación, incluso en ambientes estrambóticos. Lo sé por experiencia que me permito trasladar a los lectores.

Durante más de un año viví, como corresponsal, en Budapest, precisamente el periodo anterior a su caída entre las siniestras garras soviéticas. Pasables conocimientos del francés -el idioma culto del mundo civilizado de entonces-, aceptable noción del alemán, adquirida con anterioridad, me planteaban el problema de intentar aprender el difícil idioma magiar, que no tiene otra referencia que el finlandés, igualmente enrevesado. Es una lengua musical, cuya característica más notable es la percepción de que las palabras polisílabas suelen ser esdrújulas. Por contagio y curiosidad incorporé un par de docenas de vocablos ociosos, porque me comunicaba perfectamente en los dos idiomas antedichos. El inglés era considerado una simple jerga de comerciantes, común en la mayoría de los puertos del mundo.

En una pequeña mercería de Budapest leí un cartel que proclamaba: "Un habla spaniol"

El ciudadano húngaro conocía, además del materno, al menos otros dos idiomas, y en apreciables zonas del país también se utilizaba el italiano, restos de la salida al mar, por Trieste, del imperio austriaco. Su cultura disfruta de un amplio tesoro literario e incluso científico. Son, aparte del pueblo finés, que no conozco, el caso más representativo del multilingüismo práctico. Tuvieron su periodo de persecución, resuelto de la manera más inteligente; cuando la dominación teutona intentó liquidar el medio de expresión autóctono, los políticos, en el Parlamento de Budapest, tuvieron que acatar la prohibición coactiva, pero no aceptaron la del ocupante transitorio y se expresaban en latín. Eso es regatear con talento y estrellar el balón en las mallas.

Por razones profesionales y de solidaridad hube de dar asilo en mi domicilio de la capital del Danubio a varios hebreos perseguidos y a periodistas italianos simpatizantes del PCI; apenas sin sentirlo, mi esposa y yo acabamos adoptando ese idioma, el que se hablaba en casa, y lo usábamos incluso en la intimidad, algo que a menudo nos sorprendía entre sonrisas. Comíamos, cenábamos, bebíamos y jugábamos al bridge con italianos, leíamos libros y periódicos italianos y conocíamos a nuevos amigos de esa nacionalidad. Es lo más parecido a la inmersión lingüística que conozco y lo practiqué durante aquel periodo, sin que nadie me lo impusiera, por puro amor a la belleza del toscano. Esto no lo conté en el libro que escribí, publiqué en 1946 y me ha reeditado la Fundación Cultural Mapfre (Corresponsal en Budapest, 2007). Encrucijada y último baluarte de la Europa cristiana, Hungría vivió ocupada, saqueada y expoliada por asiáticos, germánicos, mahometanos, turcos y rusos, sin haber perdido la identidad. Además, son gente emigrante que se abre camino en cualquier país o circunstancia. Cuando llegué, en 1944, en plena guerra mundial, pero antes de que la precipitada rendición del almirante Horty diera lugar a la férrea y total ocupación alemana y se consumara el exterminio de gran parte de los bien integrados judíos, me sorprendió observar en terrazas de ciertos cafés pequeñas tertulias de cuatro, seis o siete personas de ambos sexos, con las tazas del brebaje delante, presididos por una banderita española abrazada a un diminuto mástil. Se conocían a través de anuncios en el periódico y practicaban el español, con el propósito de alcanzar Suramérica y allí ganarse la vida. Lo que conocían al dedillo: el alemán, el italiano, el francés, el sueco, no les servía. Terminado el intercambio, cada uno pagaba la consumición y se despedían con un ceremonioso "hasta la vista". En una pequeña mercería del centro leí un grotesco cartel que proclamaba: "Un habla spaniol".

Comprendí la fuerza de nuestro idioma como instrumento útil y sentí gran satisfacción, aunque nada tuvieran que ver con nosotros como pueblo, ni con nuestra historia presente, pasada o futura. Aquello hacía que me considerara igual de contento que un negro recién llegado a Río de Janeiro en carnavales. Hoy no despachamos moralejas.

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