El cura y el cardenal
Hay muchos religiosos y religiosas trabajando en los frentes más difíciles ajenos al 'liturgismo'
He de admitir que Rouco me cabrea. Hay defectos mucho más graves que la caradura, pero por algún extraño motivo no soporto a los jetas. En el caso del señor cardenal arzobispo de Madrid, esa debilidad que padezco alcanza niveles que rozan lo patológico. Cómo será la cosa que a veces creo que este hombre ya no tiene posibilidad alguna de ir al cielo ni aunque se arrepienta. Seguro que me equivoco, porque siempre es mejor la contrición tarde que nunca, pero le imaginé en el infierno cuando leí el manifiesto que se largó en el sínodo de obispos celebrado hace unos días en Roma. En su afán por defender el tinglado, don Antonio María no dudó en presentar al laicismo como la gran fuente de peligros históricos. ¡Qué cuajo! En ningún momento pasaron por su cabeza los mil y un desastres provocados por las luchas de religión a lo largo de la historia. Tampoco los estragos producidos por el poder que ostentaron los jerarcas eclesiásticos o su connivencia con dictadores asesinos. Ni siquiera recuerda que hasta hace unos años había curas que te hostiaban sin confesión previa por cualquier gilipollez que les pareciera pecado y que, tres siglos atrás, aún freían a la gente como en las fallas de Valencia. No, el bueno de Rouco pasa esas cosillas por alto y señala al laicismo como el desencadenante de las burradas del nazismo y el comunismo. Hay que tener morro.
Ni por un momento crean que este personaje suelta un manifiesto de esa naturaleza porque anda un poco despistado o porque está mayor. Monseñor no da puntada sin hilo. Cuando lanza desde la Asamblea Sinodal un llamamiento a los católicos seglares para que se metan a saco en la vida pública no está pensando en todos los que tienen partida de bautismo. Ahí don Antonio María tiene en su cabecita a feligreses del tipo Neocatecumenal que lidera su admirado amiguete Kiko Argüello. Como en los seminarios empieza a haber eco a causa de la vaciedad, el cardenal quiere llenar nuestra vida de kikos relamidos y ganar en influencia para pastorearnos a todos en nombre de Dios. El mismo Dios al que ponen por delante para condenar la selección de embriones para curar niños, como los calvinistas asaron en su día a Miguel Servet por describir la circulación menor de la sangre. Y yo, por mucho que me asombre su desparpajo, sigo sin ver a Dios en las cosas que dice y hace el cardenal. No al menos al Dios del que hablaba Jesucristo, ese tipo de Judea al que la jerarquía eclesiástica sigue utilizando sin pudor pero al que no suelen hacer ni puñetero caso. Miren por dónde sí me ha parecido verlo en la obra y el mensaje de ese curilla llamado Jaime Garralda que anda por las cárceles como Pedro por su casa. Ese tipo, con el que hace unos días tuve el privilegio de conversar, ha dedicado su vida a los que están más jodidos. No pueden imaginar lo que se siente al tener delante a alguien que lo da todo y no pide nada a cambio. Alguien que se cree el Evangelio y predica con el ejemplo en lugar de quedarse en la liturgia y soltar sermones de sacristía para amodorrar las conciencias acomodadas. Garralda califica de macabra la visión de los fieles agolpados en los templos dando la espalda a los pobres. Y cree que el "pueblo de Dios" debe preocuparse por la gente que lo pasa mal y no por si un beso es pecado. Con ese convencimiento profundo, este jesuita de 87 años ha tratado siempre de aliviar el sufrimiento de los seres humanos en circunstancias extremas. Le da igual quiénes sean y lo que hayan hecho. Él considera que el amor al prójimo no ha de encontrar límites y que también Dios está en la cárcel. Con ese título, Jaime Garralda cuenta en un libro de reciente publicación lo que ha vivido, lo que tiene en la cabeza y lo que siente. No será un best seller, ni le otorgarán premios literarios de renombre, pero a su manera deja el testimonio de un hombre de Dios auténtico que vive la fe intensamente y sin la hipocresía imperante en la jerarquía eclesiástica.
Me consta que como él hay muchos religiosos y religiosas trabajando en los frentes más difíciles ajenos al liturgismo, el buenísmo verbal y la mística de salón que practican los purpurados. Garralda no tiene, ni de lejos, el rostro que ostentan Rouco y sus hermanos. Tampoco tiene, ni nunca tuvo, posibilidad alguna de vestir de morado, y aún menos de aparecer en las quinielas de ningún cónclave como el señor arzobispo de Madrid. Pero él es consecuente con su fe, la contagia con su ejemplo y no trata de imponerla a martillazos. A él no le aterra ese laicismo que tantos riesgos dicen que comportan. Sólo le estremece el dolor, la pobreza y la miseria humana. Eso y el "a Dios rogando y con el mazo dando" imperante. Este cura saca lo mejor de mí, no como el cardenal.
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