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Columna
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Amor infiel

Hay gente que ya es infiel antes de cometer la primera infidelidad. Usted va andando tranquilamente por la calle y de cada cinco varones adultos que se cruza de frente, dos son infieles por naturaleza. O sea por genética. Los otros tres suelen serlo por vocación, que es distinto. Lo han dicho unos científicos suecos que acaban de descubrir un gen en los hombres que predispone indefectiblemente a engañar a la pareja. Lo de las mujeres al parecer es otro cantar. Las estadísticas dan unas cotas altísimas en infidelidad masculina y, sin embargo, están bajo mínimos en la femenina. Es una cosa muy misteriosa que nunca he acabado de entender. ¿Con quién son infieles entonces estos caballeros, si puede saberse? Porque a no ser que recurran a las viudas -cosa harto improbable- no hay manera de que salgan las cuentas. Pero a lo que iba, el descubrimiento no se ha limitado al ámbito científico. La antropóloga Helen Fischer ha levantado la alarma social al afirmar que la información genética resultaría de gran utilidad para las parejas que se casan con vistas al divorcio. Los abogados matrimonialistas ya han empezado a tomar cartas en el asunto. Con lo cual lo propio ya no será casarse por lo civil o por lo religioso, sino por el Banco Central Europeo.

Todo el mundo sabe que el matrimonio es una carga demasiado pesada para llevarla sólo entre dos personas. El amor verdadero siempre ha sido cosa de tres. Por lo menos. Y la cuestión así planteada tenía su morbo. Al fin y al cabo enamorarse contra las normas genera algunos de los comportamientos más irracionales del ser humano, pero también de los más entusiastas y subversivos, porque su fuerza poética puede hacer saltar por los aires los pilares más firmes de la sociedad, o sea, la familia, la propiedad privada y las tarjetas de crédito. Y ahora resulta que todo ese fluido misterioso que ha traído de calle a clásicos y románticos se reduce a la variante del gen 334. Pues vaya.

Los poetas simbolistas tenían la cuestión resuelta hace más de un siglo con la famosa sentencia de Henri de Régnier: El amor es eterno. Mientras dura. Una máxima irrebatible, como demuestran los grandes descalabros matrimoniales que a lo largo de la Historia ha producido el cine y la literatura. Sin embargo, ese sentimiento tan frágil hizo sentir una convulsión muy profunda a Goethe al final de su vida, atormentó a Ingrid Bergman y a Anna Karenina, inspiró a Modigliani, llevó al alcoholismo a Graham Greene y sigue iluminando la mirada de millones de enamorados contracorriente que sobreviven cada día al tedio matrimonial sólo por las ganas de mandarlo todo a tomar por el saco.

El caso es que por cada posibilidad orgánica de infidelidad se nos ocurren cuatro o cinco de carácter psicológico o existencial, entre las que no es cuestión menor la tradición de ir a comer los fines de semana a casa de la suegra. El descubrimiento de los investigadores suecos abre una nueva vía a las ya múltiples variables de convivencia: amor sin pasión, deseo sin amor, pasión sin sexo, o sexo por compasión. Y por si eso no fuera ya bastante complicado, encima hay que contar con el jodido gen. Con el agravante de que las leyes científicas pueden actuar sobre los órganos, pero no sobre los afectos. En fin, que estoy hecha un lío.

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