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Columna
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'Dizzy'

El primer disco de Dizzy Gillespie que oí me lo prestó un primo mío que previamente me había aleccionado sobre los gustos preceptivos del adolescente que aspira a convertirse en artista o, en su defecto, en intelectual con criterio, y me había iniciado en las sendas tortuosas del existencialismo y del jazz. Fueron días en que yo consumía mis primeros cigarrillos a salvo de la vista de mamá, en la leonera de sábanas revueltas sobre las que se apilaban vinilos armados de saxofones y baterías que parecían tormentas, mientras al fondo, en la silla bajo la que escondía el cenicero, trataba de digerir las angustias de Meursault y Antoine Roquentin. Todavía guardo en la esquina de un armario, por una lealtad que la carencia de espacio vuelve cada vez más tonta y suicida, todos los elepés que coleccioné entonces con el magro sueldo de mis clases particulares: fundas cuadradas con negrones a dos colores, que tocan instrumentos que se asemejan a serpientes de platino o escopetas de caseta de feria, todos turbiamente entrevistos sobre un fondo de local nocturno, debidamente contaminado de humo, que parecía el escenario adecuado para el amor y las conversaciones de peso, según uno puede aprender en cualquier película de Woody Allen. Dizzy Gillespie aparecía en los álbumes con los carrillos hinchados como si mascara una pareja de chicles descomunales; la barbita ajardinada de otros días se había reducido a patillas, y sobre las sortijas que pulsaban los pistones el pabellón de la trompeta se elevaba hacia los cielos, dispuesto a despertar a los ángeles dormidos sobre las azoteas: era ese instrumento inconfundible que él blandió a partir de los cincuenta, esa bocina de gramófono que llenó de felices estridencias sus versiones de los clásicos caribeños de la edad dorada.

Quien entienda de estas cosas encontrará gratuito el hecho de que mencione que Gillespie fue uno de los músicos más señeros del siglo que pasó y que le cabe una buena porción de ADN en la paternidad del jazz contemporáneo. Y sin embargo, si lo digo, con un matiz de perplejidad y de tristeza, es porque el público en general no lo tiene tan claro, ni tiene por qué tenerlo, visto que el jazz, contra sus propios orígenes, se ha convertido en coto de pedantes, nostálgicos, o esos seres extraños que a veces se ven comprando en una esquina del hipermercado rotulada con el título disuasorio de Rincón del gourmet. A la hora de registrar el homenaje que se tributará a este monstruo en el XXIX Festival de Jazz de Granada, que tendrá lugar de los próximos 8 al 23 de noviembre, la mayoría de los periódicos que he consultado lo presentan como aquel anciano orondo de piel de cacao que hizo un cameo en El invierno en Lisboa, la versión cinematográfica de la inevitable novela de Muñoz Molina. Comprendo que defender la memoria mediática de Gillespie resulta más difícil que la de otros de sus contemporáneos que se prestaron mejor a la aniquilación y la leyenda: fue un artista profesional, centrado en su técnica, que prefería las audacias de la trompeta a los descensos a las catacumbas de la heroína que protagonizaron sus correligionarios Charlie Parker, inmortalizado por Clint Eastwood, o Bud Powell, que inspiró a un famoso personaje de Bertrand Tavernier. La herencia de Gillespie no es mito, sino música: el primero de esa saga de trompetistas de arranque rabioso que parecen poder desatascar una cañería díscola con la sola fuerza de su respiración y llevan la escala de los agudos al límite de la histeria, Fats Navarro, Clifford Brown, Kenny Dorham, Lee Morgan. Nombres que también, junto al del hombre de los carrillos hinchados, luchan en el interior de mi armario por conseguir un espacio que día a día les arrebatan los pantalones viejos, las fundas nórdicas y, lo que es peor, el ingrato silencio.

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