Extraños en la crisis
Hay una consecuencia colateral, pero no por ello menos perversa, derivada de la épica agónica de estos momentos de crisis global. Me refiero a ese extrañamiento que nos invade y que induce un pensamiento en el que nada es suficientemente importante frente a la magnitud de la crisis y el empequeñecimiento de las realidades individuales y a escala humana. Es difícil sentirse uno mismo, importante y gallego cuando el impago de hipotecas en Connecticut, la quiebra de la banca islandesa, el euríbor o el precio del petróleo te hacen más pobre.
Lo peor de este sentirse fuera de lugar es, por una parte, la tentación de renunciar a cualquier explicación racional de lo que pasa porque la crisis también nos roba nuestra capacidad de conocimiento e interpretación del mundo y de la vida. Cada día, minuto a minuto, la información económica nos instala en el desconcierto y la perplejidad: bajan los tipos de interés pero sube el euríbor, intervienen los Estados inyectando la liquidez que presuntamente le faltaba al sistema pero la bolsa sigue cayendo, baja el precio del petróleo que era el gran problema hace unos meses pero la crisis continúa, los liberales invocan nacionalizaciones y la izquierda mide y restringe la intervención del Estado. Y todo ello en un clima de pragmatismo a corto plazo que anula los planteamientos radicales de tranformación y cambio de un sistema que además de injusto se ha revelado ahora como ineficiente y esto es lo que determina la segunda consecuencia apocalíptica de esta invasiva crisis: el inmovilismo.
Por lo menos la CIA y la derecha española, la de toda la vida, nos tienen en sus agendas
Si descendemos a lo más local, esa expropiacion de las cuestiones más próximas se hace todavía más odiosa. En la última semana, por ejemplo, se produjo el debate parlamentario sobre el estado de la autonomía y, quizás, no pudo pasar más desapercibido para la opinión pública. El PP reprochó, aunque contradictoriamente votó a favor, que el PSOE y el BNG tratasen de memoria histórica y de normalización lingüística en momentos de crisis.
Lo contrario me resulta hasta inmoral: como hay crisis no se puede restaurar la memoria histórica ni normalizar el idioma. Entre unas cosas y otras, se difumina la constatación de una evidencia y la reclamación de una urgencia. El autogobierno actual de Galicia carece de soberanía suficiente para coordinar medidas intervencionistas como las que se están tomando en todo el mundo pero no por ello, la Xunta, en su condición de ser la mayor corporación de Galicia debería renunciar a intervenir en la economía real.
Más contradictorio todavía es que, al lado de esa actitud inmovilista de que sólo se puede hablar y actuar sobre la crisis pero no transformar el sistema, subsista una ridiculizacion de lo propio. Algunos medios no dudaron en ironizar sobre que en el mismo debate se aprobase un plan de recuperación de los deportes tradicionales (billarda, lucha y bolos celtas). Sólo faltaba que las subprimes afectasen también a la billarda.
Esa perpetuación del estigma de que lo global se afronta sólo con pragmatismo utilitarista y que lo propio sólo es accesorio y anecdótico es posiblemente el activo más tóxico de esta inefable crisis.
Galicia se debate por tener su "agenda" propia y, algunas veces, sólo la globalización de la malicia nos interrelaciona con el exterior. El diputado Jorquera tuvo que pedir explicaciones en Madrid de que los vuelos de la CIA a Guantánamo también pasaron por Galicia y el átono debate del Parlamento autónomo logró sin ambargo escandalizar a la derecha española que no puede soportar una condena del franquismo (Fraga a la cabeza) ni el consenso lingüístico (Feijóo no tardó en aclarar que tan pronto como tenga el poder abolirá el decreto del gallego en la enseñanza). Ya sé que es un mal consuelo, pero por lo menos la CIA y la derecha española, la de toda la vida, nos tienen en sus agendas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.