El Congreso es el Senado y el Senado es nada
Felipe González lo advirtió: "No es el momento de discutir sobre financiación autonómica". Ahora parece mostrarse partidario de empezar la negociación, pero la crisis está ahí y toda la inteligencia, toda la credibilidad y toda la energía deberían emplearse en hacerse cargo del estado de ánimo de los ciudadanos para que sepan que sus representantes políticos están ahí, acompañando ese sentimiento de desánimo e intentando transformar lo negativo en positivo, lo amenazante en oportunidad, lo inexplicable en comprensible y superable. No es ése el clima que se percibe; los esfuerzos del Gobierno de España se tornan en invisibles cuando, después de tomar una serie de medidas extraordinarias para añadir seguridad y confianza, sus efectos noticiosos apenas perduran unas horas, volviéndose al debate de la financiación autonómica al día siguiente como si ese debate, y no la crisis, fuera la urgencia que acucia a la ciudadanía.
Llegan a la Cámara baja exigencias y querellas territoriales que corresponderían a la alta si funcionase
La reforma de la Ley Electoral y el Senado es más importante que la de la justicia
Tenemos un problema de escenarios. ¿Qué pinta el Senado en esta polémica? La respuesta es que brilla por su ausencia; la Cámara autonómica está fuera y al margen de la discusión financiera. En un Estado descentralizado como el español, parecería elemental que en los asuntos que afecten de lleno al funcionamiento autonómico, el Senado fuera el único, exclusivo y excluyente foro de discusión sobre esos temas. Pero ya se ve que no es así. El Senado ve la película desde la distancia y algún día se encargará de intervenir en el asunto cuando su papel ya no sea necesario. Un Senado reformado terminaría, entre otras cosas, con la artificiosidad que se encierra alrededor del bilateralismo o multilateralismo. Gobierno central y Gobiernos autonómicos, sentados en la misma Cámara, dirimirían allí sus diferencias y la visión común terminaría por imponerse por la fuerza del debate y de los hechos.
Resulta, pues, urgente que los partidos del arco parlamentario se decidan, de una vez por todas, a reformar el Senado para que éste, creado a imagen y semejanza de la España centralista, cumpla con la función que en estos momentos no tiene. Es cierto que el Senado actual, con su configuración y función, no molesta y puede seguir existiendo sin que su presencia o ausencia añada nada a la vida política española; pero que no moleste no significa que no esté dejando de cumplir la función que podría desempeñar si se reformara teniendo en cuenta el proceso de descentralización llevado, con éxito, en España en los últimos 30 años.
Su reforma para dotarlo de contenido autonómico liberaría al Congreso del chantaje al que se ve sometido cuando no existen mayorías absolutas. Basta fijarse en los planteamientos ac
tuales que relacionan Presupuestos Generales del Estado con financiación autonómica para saber que el Congreso se ha convertido en el Senado y el Senado no es nada.
Para que ello fuera posible haría falta, además de la voluntad de hacerlo, sobre todo la voluntad de los dos grandes partidos que conforman el 90% de la representación popular, el deseo de terminar con la representación sobredimensionada que los grupos nacionalistas tienen en el Congreso. La Cámara baja es la institución donde se manifiesta la representación nacional de los españoles. Allí toman asiento los representantes de todos los españoles, alineados en función de sus ideologías y no en función del trozo de territorio que aspira a representar cada uno. Un diputado es elegido por una circunscripción electoral, pero cuando toma posesión como tal, no está jurando o prometiendo defender y representar a los ciudadanos de esa circunscripción, sino al conjunto de los ciudadanos españoles; mucho menos ese diputado jura o promete defender los intereses de un territorio determinado, por mucha identidad que tenga.
Pero, aunque la teoría diga eso, lo cierto es que en cualquier debate en el Congreso se puede apreciar que aquello más que parecerse a lo que se entiende por Cámara baja, se parece a lo que en un Estado descentralizado debe hacer el Senado. El debate sobre el estado de la nación, copia del debate que se hace en EE UU, sólo se parece en el nombre a la exposición que el presidente norteamericano hace una vez al año, ante el silencio o el aplauso de partidarios o adversarios. Cada vez, ese debate español se parece menos a lo que se pretendía hacer cuando se instituyó. La intervención del presidente del Gobierno se ve devaluada cuando comienzan las intervenciones de los numerosos grupos nacionalistas, que jamás hablan en nombre de la soberanía nacional, sino que disertan sobre el territorio de donde proceden, preguntando y exigiendo medidas para los que viven en ese territorio y anunciando chantajes, más o menos explícitos, para cuando el Gobierno necesite de sus votos para aprobar cualquier cosa que afecte al interés general de España.
Entonces, ante el espectáculo deprimente que percibimos el conjunto de los ciudadanos, se tiene la impresión cierta de que allí no se habla de nosotros, el conjunto de los españoles, sino que se pretenden privilegios y mejoras para aquellos que estén en condiciones de obtenerlos si, en las elecciones, alguien consiguió alzarse con algún escaño marginal, que vale su precio en oro, si ese escaño es necesario para conformar una mayoría puntual en algo que interese sobremanera al Gobierno de turno. Y se hace así, sin el más mínimo pudor; en las Cámaras autonómicas todavía se mantiene una cierta capacidad de reproche si en un debate general algún diputado autonómico sale a la tribuna preguntando por los intereses de su pueblo, pero en el Congreso de los Diputados ya se sabe que cuando salga el diputado de la región X o el de la región Y, su intervención será pueblerina, cateta y electoralista; la pregunta ¿y qué hay de lo mío? está cantada y el presidente del Gobierno no tendrá más remedio que responder a esa pregunta convirtiendo, una vez más, al Congreso en el Senado, mientras el Senado sigue siendo nada.
En esta legislatura se pretenden reformar algunas cosas; unas de suma importancia para el conjunto de la ciudadanía y otras de menor trascendencia, como por ejemplo la justicia. Sería interesante conocer cuántos españoles se mueren sin haber pisado en su vida un tribunal de justicia y cuántos han acudido a la Administración de justicia en una sola ocasión. Un buen funcionamiento de la justicia es fundamental para que la democracia se consolide, aunque los españoles no estamos acuciados por ese problema que aún seguimos sin resolver. Pero, tal vez, si nos dieran a elegir, la mayoría de los españoles desearíamos una reforma de la Ley Electoral y del Senado que pusiera definitivamente las cosas en su sitio en un Estado tan complejo y descentralizado como el español; es decir, que en el Congreso sólo tengan su asiento los partidos que representan ideologías distintas y al conjunto de los ciudadanos, mientras que el Senado acoja a los representantes de los 17 territorios y de las dos ciudades autónomas para que cada Cámara tenga delimitado el contenido de sus propuestas, sus preocupaciones y sus competencias legislativas.
Para ello resulta imprescindible elevar el porcentaje de votos necesarios para ocupar un escaño de diputados. El 5% de votos nacionales debería ser el tope mínimo para sentarse en el Congreso; el que no llegue a ese porcentaje es porque sólo aspira a representar a una parte del territorio español; para ellos resérvese el Senado de las Autonomías, que, si se reforma, deberá ser la Cámara donde se debatan asuntos que no afecten a la soberanía nacional y sí a los territorios.
Juan Carlos Rodríguez Ibarra ha sido presidente de la Junta de Extremadura.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.