Los hombres sándwich
Me ha causado sincera sorpresa la atribuida decisión de prohibir la actividad de los hombres (suele ser, por ahora, tarea mayoritariamente masculina) que deambulan por la Puerta del Sol y aledaños, portando carteles publicitarios colgando del pecho y de la espalda, por el alcalde Ruiz-Gallardón. Es posible que se descubra que antes de formular ese propósito se haya dado un fuerte golpe en la cabeza, sin que nadie se apercibiera. Como todo quisque, nuestro primer edil tiene luces y sombras, pero no se le había descubierto inclinación tan mentecata como ésa.
He tratado muy superficialmente al alcalde, algo a su abuelo paterno, periodista; bastante a su padre, abogado, político y ludópata en sus ratos perdidos (siempre perdía), a su abuela materna, Ana, una de las personas más encantadoras que he tropezado y a su abuelo materno, Pepe Jiménez Rosado. Al poco más que niño Alberto y a su hermano Fernando, les vi, por primera vez, en la ciudad de Roma, en los sesenta, una mañana lluviosa, sin un solo taxi libre y con la salvadora ayuda de Pepe -a la sazón consejero comercial de nuestra embajada- que paseaba a sus nietos como yo hacía con uno de mis hijos. Íbamos embutidos en un automóvil inglés, Mini, que hacía honor a la publicidad de ser más grande por dentro que por fuera, y para entretener a la gente menuda, preguntamos si sabían quién fue Mussolini. Hacía menos de 15 años que le habían colgado por los pies en la plaza de Loreto, pero aquellos tres menores, de edades similares, no tenían idea. Uno se acercó algo, aventurando que podría tratarse de un músico y, ciertamente, un hijo del Duce, Romano Mussolini había tocado en un grupo de melodías modernas. Para aquellos adolescentes, la memoria histórica, tan cercana, había desaparecido, porque los europeos de entonces se apresuraban a olvidar y no transmitir las desgracias de una guerra mundial que había causado millones de muertos. Perdonen el inciso.
El alcalde quiere manumitir de una presunta indignidad a los hombres anuncio, sin haber contado con ellos
El alcalde quiere manumitir de una presunta indignidad a los hombres anuncio, sin haber contado con los presumibles esclavos, acabando, además, con una tradición madrileña. Aparte de los que orientan a los vendedores de oro y joyas de que en los alrededores hay personas dispuestas a comprarlos -y a venderlas, en su caso- el espectáculo no causaba extrañeza alguna. Recurriendo a lo único que aún me resta, que es la memoria, de mi edad anterior a la Guerra Civil quedó el recuerdo de un hombre anuncio muy singular: el gigante de Flomar. Era un sujeto muy delgado, que decían que sobrepasaba los dos metros de estatura y circulaba por las calles de Madrid sobre zancos, con unos pantalones kilométricos y una excesiva chistera, poniendo en conocimiento de nativos y forasteros la existencia de una sastrería de hombres y mocitos llamada Flomar, iniciales de algo cuyo significado he olvidado. Era el hombre anuncio más famoso y sabe Dios cuál fue su destino durante la Guerra Civil. Alguien me dijo que personas de esas características viven pocos años.
En los tiempos siguientes, de privaciones y también de esperanzas nunca dejó de marchar el comercio. Era sobresaliente y popular la empresa, Avecrem y Gallina Blanca, que tuvo sus hombres anuncio salpicados por la ciudad, como gallinas desmesuradas. Es posible que uno de los que no contaban con la simpatía de los paisanos, fuera la invención del "hombre del frac", porque llevaba latente una promesa de violencia física escasamente simpática.
Con la manía didáctica de los viejos me viene al recuerdo el origen de esa palabra, adoptada en los guateques y hoy camino del olvido. Un inglés, gobernador de ciertas islas del Pacífico era un jugador de tomo y lomo. No sabía separarse del tapete verde, donde pasaba la mayor parte del día, dándole al naipe con los amigos. Ni siquiera reservaba tiempo para el almuerzo, la cena o el sacrosanto té británico. Su cocinero, que apreciaba el bien remunerado puesto de trabajo, temió que el amo muriera de hambre con las cartas en la mano y le preparaba unos sabrosos rosbif encartados entre dos rodajas de pan, lo que permitía al gobernador alimentarse sin descuidar su adición y sin mancharse los dedos. El funcionario fue designado Par del reino, convirtiéndose en lord Sándwich, que era el nombre de las islas sometidas a su administración. Y sándwich fue el nombre de sus diarios refrigerios.
Se ha citado al piloto Fernando Alonso como sustento de diversa publicidad, los futbolistas llevan anuncios en el fondillo de los calzones y quizá no esté lejano el día en que los magistrados ostenten anuncios fosforescentes en las lúgubres togas. Deje en paz a los hombres anuncio, y abandone esa medida tan estupefaciente e innecesaria, señor alcalde mayor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.