El peor presidente americano
A estas alturas, hay amplio consenso en que si la campaña electoral sigue circulando entre la espesa niebla de la pesadilla económica, la victoria de Obama está garantizada. Y no hay ninguna señal de que la niebla se disipe. Sólo tres cosas podrían evitar que el candidato demócrata sea el nuevo presidente de Estados Unidos: que lo mataran -algo que, conociendo la historia americana, nunca se puede desdeñar-, que en el último momento emergiera un racismo latente que parece perfectamente ahogado por la crisis, o que el Ejército americano detuviera a Bin Laden. E incluso este último acontecimiento no estoy seguro de que fuera suficiente para McCain. Al fin y al cabo, una de tantas historias incomprensibles de la Administración de Bush es que esto no haya ocurrido todavía.
Debate tras debate, McCain aparece cada vez más como una figura del pasado. Por edad, por estilo, por su vinculación con la Administración de Bush, por su errático comportamiento durante la campaña, McCain da la impresión de estar a punto de desaparecer de la pantalla en cualquier momento. Pero, sobre todo, carga con el enorme fardo de la herencia que le ha dejado George Bush, probablemente el peor presidente de la historia de EE UU. El presidente Clinton, por obra y gracia del puritanismo y la hipocresía de la política americana, estuvo a punto de ser destituido por un ridículo asunto de faldas y mentiras. Un pecado venial al lado de la catastrófica gestión de Bush, que, instalado sobre una perversa alianza de obstinación ideológica e intereses privados, ha dejado a su país en una situación mucho peor de lo que estaba cuando él llegó en todos los tableros: económico, militar, político e ideológico.
Bush heredó de Clinton una economía en alza, con un importante superávit, que se fundió a toda velocidad. Lo que entregará cuando en enero se haga el traspaso de poderes es un país sumido en una profunda crisis que no sólo es económica, sino también moral. En nombre del liberalismo, se ha transmitido la idea de que en economía todo estaba permitido; se ha dejado que los reguladores y los controladores se columpiaran en la laxitud; se ha hecho del éxito fácil valor absoluto; se ha aumentado la fractura social en un país ya de por sí muy desigualitario, aliviando permanentemente las cargas impositivas a los más ricos, y se ha cultivado la semilla del fundamentalismo religioso.
Políticamente, Bush ha acelerado el declive de la potencia americana y de su papel en el mundo. Convencido de que Estados Unidos tiene una misión cuasi religiosa de liderazgo, respondió a los atentados del 11-M con una escalada bélica sin sentido que ha tenido, entre otros efectos, debilitar el poder de América y favorecer el ascenso de otras potencias, empezando por China. La obsesión con Irak, que nada tenía que ver con los terroristas del 11-S, ha permitido que la ocupación de Afganistán se torciera hasta el punto de no vislumbrarse una salida a aquel avispero; ha roto los equilibrios de la zona, y ha hecho aumentar considerablemente las cuotas del antiamericanismo en el mundo. A pesar de escoger enemigos entre los adversarios más debilitados para garantizarse el éxito de su teatro militarista, ha encallado donde se ha metido. Con lo cual, ha perdido capacidad de hacerse respetar. Y ha contribuido a ser visto más como una amenaza que como una solución.
En plena euforia militarista, Bush fue reelegido. Pero a partir de este momento, todo su complejo político-ideológico se fue al traste. Fracasó en el intento de exportar la revolución conservadora a Europa, con la ayuda de acólitos como el impagable José María Aznar. Y vio cómo, poco a poco, la sociedad americana despertaba del impacto del 11-S y de la primera reacción de fervor nacionalista, y se iba abriendo una profunda brecha moral, sólo comparable a la que se produjo durante la guerra de Vietnam. Por esta brecha, Obama pudo introducir su mensaje del cambio.
Al mismo tiempo, el prestigio de EE UU en el mundo se ha ido erosionando de modo constante. Con los disparates de la guerra; con la falta de sensibilidad con los ciudadanos de otras civilizaciones, para decirlo al modo de sus ideólogos; con sus peculiares batallas seudorreligiosas contra la ciencia, Bush ha conseguido que la admiración por EE UU cayera en todas partes, en un momento de reconstrucción del tablero geopolítico que requería máxima responsabilidad de la primera potencia. La crisis económica completa el panorama de devastación real y moral que ha sido la historia de la presidencia de George W. Bush. -
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