Bambú
"Y entonces reconforta más un paisaje melancólico que una vista esplendorosa" -razona el protagonista del relato El cortador de cañas (Siruela), del escritor japonés Junichirô Tanizaki (1886-1965)-, "y preferimos perdernos en el recuerdo de los placeres pasados antes de entregarnos al placer real". Quien así habla, un hombre próximo a la cincuentena, que se ha apostado sobre un bancal de arena a orillas del río Yodo, al pie del monte Otoko, para contemplar el plenilunio del otoño, se dirige a otro, de similar edad, con el que ha coincidido allí por casualidad y con el que las circunstancias le obligan a pegar la hebra, que gira de forma inevitablemente melancólica sobre los fantasmas pretéritos. Pero antes de adentrarnos sobre el inesperado meollo de esta improvisada conversación entre dos otoñales a la luz de una luna llena otoñal, conviene saber que el autor del relato, Tanizaki, contaba, cuando éste se publicó, en 1932, 48 años, y que casi toda su amplia producción literaria se había centrado en captar la insondable esencia del deseo, ese frustrante atizador de ilusiones que nos hace admirar, hasta el enloquecimiento, justo lo que no poseemos en tanto que no lo poseemos, cuyo epítome más cumplido es el deseo erótico.
Como los deseos no perdonan la edad, cuando la declinación física parece librarnos del apremio de las pasiones que nos salen al paso, se abre un boquete, aún más cruel y desesperante, al rememorar lo no colmado en el pasado, que es todo. Y aún más y peor: no sólo nos cebamos en nuestras pérdidas, sino que indefectiblemente hacemos nuestras las de otros. Por este portillo precisamente se cuela lo que le cuenta su improvisado compañero al protagonista de El cortador de cañas, trayendo a colación los detalles de la trágica, por frustrada, pasión de su padre por una hermosa mujer, a la que nunca pudo poseer ni siquiera cuando se quemaba de sólo palparla.
A la manera japonesa, el relato de Tanizaki comienza con un poema anónimo del siglo XI, que es un lamento: "Qué desdichado soy sin ti, cortando cañas". De ahí está tomado el título, en japonés Ashikari, que significa literalmente "cortar cañas", pero también lo relacionado con la desdicha. En Japón hay hasta 400 variedades de bambúes, cuyas cañas son muy apreciadas por la versátil utilidad de su flexible resistencia, que, sin embargo, no aguanta el corte de una cuchilla. Acechar algo querido por entre un bosque de bambú mantiene viva la llama del deseo, que, no obstante, se extinguirá cuando se nos franquee el paso. Por eso Tanizaki es un incomparable maestro de la acechanza erótica, del deseo llevado al límite de su incumplimiento, del encandilamiento de la promesa, de las expectativas constantemente renovadas. Porque ningún huracán existencial arrancará de nosotros la concupiscencia, razón por lo que la muerte porta una afilada guadaña. El último párrafo de El cortador de cañas nos da cuenta de la súbita volatilización del animoso contertulio improvisado: "Ya no vi las cañas que cubrían la orilla. Y el hombre había desaparecido, como si se hubiera disuelto en el claro lunar". -
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