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Columna
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Cara dura

En política no hay que tener sólo un poco de cara dura para convencer. Se necesita mucha. Si van a juzgar a Villepin por participar en una trama de falsa corrupción contra Sarkozy cuando ambos eran ministros y el segundo se mostraba como un rival peligroso, el entonces titular francés de Exteriores -a quien no pocos admirábamos en España por haberse opuesto de raíz a la invasión de Irak- no mostró la suficiente cara dura. Le pillaron.

Sarkozy sí, aunque fuera inocente de ese cargo. Mostró tal contundente jeta con sus valedores magnates, sus declaraciones, sus asuntos de faldas, que -como Berlusconi- se hizo con la admiración de los votantes. Y ahí tienen a ambos personajes; el uno, delicado, aristócrata, experto en Napoleón, poeta, y a punto de ser procesado. El otro, paseándose con tacones y permitiendo que Carla Bruni, para promocionar su nuevo disco, se fotografíe en la azotea del Elíseo, encaramada sobre las tejas, cual mascarón de proa.

Eso es ir con la quijada por delante.

El problema que tenemos en España con nuestros políticos es de distinta envergadura. Zapatero tiene medio cuajo, el necesario para ir propagando mejoras sociales y redistribuyendo como puede, y, desde luego, si no es el más brillante no es ningún mediocre. Pero osa como si no osara, y osa poco: en relaciones con la Iglesia, diría que se reprime y se castiga.

En cambio, Rajoy, que tiene la faz tallada en piedra como para creer que hemos creído que él solito ha cambiado lo que contribuyó a construir, el partido-dóberman, carece sin embargo del prestigio de Aznar en materia de cara dura. Puso el listón muy alto, el jefaes. Y el pobre Rajoy, que ha firmado sentencias de muerte política de allegados sin que le temblara el pulso, no nos impresiona.

Otra cosa es Aguirre, con cuyo rostro se podrían derribar murallas sarracenas.

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