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Columna
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Catástrofes

Mi magnífico ordenador me recibe cada día con esta estupenda frase: "Puede que su equipo esté en riesgo" y me alerta sobre la necesidad de actualizar su antivirus, su cortafuegos y todas sus monumentales barreras protectoras. Esto sucede, sin tregua, incluso el día en que renuevo el arsenal defensivo de las terribles injerencias de los fantasmagóricos malvados del etéreo mundo virtual. No sé si esta insistencia preventiva es habitual en otros ordenadores, pero tras seis años de estrecha convivencia (e incidencias de todo tipo), esta persistente advertencia me suena como el pito del sereno, es decir, a ridícula muletilla maniática, como si el artefacto quisiera curarse en salud ante cualquier maldito imprevisto. Y es que anunciar catástrofes sin fin es el signo de los tiempos.

El muestrario de riesgos es tal que el consumidor ya no sabe a qué desastre atender o cuál priorizar

De buena mañana, este querido periódico, que considero racional, moderado y no dado a la exageración, clava en mi conciencia un día cualquiera de esta semana (el martes, por ejemplo) esta sarta de amenas palabras en sus principales titulares: "Terremoto, naufragio, pánico, desplome, crisis, derrota, secuestro, fracaso, errores, incendio, bloqueo, agresión, quiebra, abismo, golpe, crisis, rescate, detenciones, lunes negro, lucha...". Aunque se quiera, no se puede permanecer insensible a tal cúmulo de apelaciones al Apocalipsis, cosa que las gentes de mi generación, por aquellas rutinas educativas del franquismo, asociamos mecánicamente a algo tan indescriptible como el juicio final que remataría la historia humana. La convicción de que los periódicos no hacen otra cosa que dar cuenta de la realidad apuntala el quebranto matutino.

Afinando un poco más la lectura, otros titulares parecen confirmar la sobrecogedora impresión: "Los crímenes machistas se disparan entre inmigrantes", "Fin de semana de puñales", "Uno de cada diez fármacos es falso", "El fundamentalismo islámico encuentra su nuevo Rushdie", meros ejemplos habituales. Un excelente reportaje advierte de un riesgo cierto y comprobado por quien circule por el espacio virtual: "Los bulos se disfrazan de noticias en la Red". La delincuencia universal ha encontrado ahí un espacio virgen donde desarrollar maquinaciones. Lo interesante del asunto es que, pese a producirse en un espacio etéreo como es la Red, las consecuencias de la avalancha de bulos son reales: un (falso) SMS generó colas de clientes para sacar dinero de un banco. La catástrofe, pues, es un producto emergente a todas luces y vende bien en el mercado. De ahí que el muestrario de riesgos, fantasmas y amenazas sea variopinto y a gusto de un consumidor que ya no sabe a qué desastre atender o cuál priorizar.

En un país dado a cierto dramatismo teatral como el nuestro, la impresión de que nos jugamos el cuello cada día va apoderándose de las conciencias y crea un desasosiego que alguien deberá dictaminar si no tiene que ver con el estrés, el consumo de ansiolíticos y las locuras que la gente está dispuesta a hacer cuando la anomia se apodera del estilo de vida y la notoriedad. Si a ello añadimos el desconcierto por la instalación y el desarrollo estelar del capitalismo en el corazón del comunismo chino o el impulso del socialismo en Wall Street, columna vertebral del capitalismo, lo menos que se puede deducir es que algo gordo de verdad está pasando. Lo cual no significa, en ningún caso, que sea para mal: los grandes riesgos siempre anuncian grandes oportunidades.

Así, en plena sensación de catástrofe, puede pasar que la conferencia un joven profesor americano, Randy Pausch, investigador de las relaciones humanas con la Red, despierte tal interés en Internet que un editor decida convertirla en libro. Que el profesor esté enfermo de cáncer (murió en agosto) y dicte ante la mirada del mundo su Última lección (Grijalbo), a corazón abierto e impulsando el optimismo ajeno, quizás explique que el libro haya sido un best seller (tres millones de ejemplares vendidos en EE UU): las catástrofes no podrán con nosotros. Ése es su magnífico lema. La vida misma. O cómo Internet no sólo ofrece consuelo, sino que se transforma en libro de éxito.

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Entre nosotros, las recién aparecidas memorias del escritor José Luis Giménez Frontín (Los años contados, Bruguera) son un relato de cómo sucesivas catástrofes, personales, sociales o generacionales, son sorteadas, asimiladas y transformadas a lo largo de una vida barcelonesa relativamente normal. Lo cierto es que cualquier vida humana desarrolla un trayecto imprevisible, sujeto a riesgos, vaivenes e imprevistos: ésta es precisamente la gracia. A Frontín no le gustan los aspavientos ni las exageraciones y asume, incansable, las novedades que van apareciendo en su recorrido vital -el de la generación de la transición- con la máxima apertura, la del atleta humanista, modesto y persistente como un junco. No es ésta mala fórmula para sortear tanto sobresalto instalado en cualquier presente. Defensas sí, antivirus también, pero sólo las necesarias. La vida es riesgo.

m.riviere17@yahoo.es

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