Grúas y grajos
No veo las grúas, que se han ido, como por efecto del cambio climático desaparecen los pájaros. Quedan muy pocas y, donde vi muchas desde mis ventanas, ahora sólo veo tres en mi pueblo costero entre Málaga y Granada. Hoy el periódico publica la noticia de que el paro sube como no subía desde el invierno de 1979, tal como me avisaban los analistas, es decir, los camareros y albañiles de la zona. Ha sido flojo el verano, con días incluso desoladores, invernales en agosto, de poco dinero en la calle. El derrumbe de la construcción ha cortado el grifo monetario, que corría para alegría general.
El otro día el presidente del Consejo Económico y Social de Andalucía, Joaquín Galán, achacó el caso a la codicia, al descontrol del mercado hipotecario, dos culpables de los apuros del momento. La opinión de Galán parece mundial, de Nueva York a Sevilla. La economía se ha convertido en religión y sus males los explica un pecado capital. Pero la codicia ha sido siempre el motor económico: el deseo de tener más para ser más y poder más, como enseñaba en Granada un profesor de Filosofía del Derecho. Ahora dicen que el Estado no controlaba el mercado. Es un tópico, falso además, eso de que el Estado sea el adversario del mercado, y al revés. El mercado forma parte del Estado y el Estado forma parte del mercado.
Lo veo en el modelo andaluz: ha habido una proliferación de construcción de casas, y ha sido estupendo y la vida ha mejorado bastante, y, como decía Adam Smith, el deseo de vivir mejor estimula la economía. Pero, si el mercado entró en ebullición, ha sido gracias a la participación de la Junta y los ayuntamientos, es decir, del Estado, mientras los bancos y las cajas de ahorros vendían dinero barato que pensaban ir cobrando caro, carísimo. Y la estatal Ley del Suelo de 1997 desató el furor y fervor inmobiliario. Ha habido una transformación brutal del territorio y una histórica privatización de suelo que fue de dominio público. La participación en el mercado de las administraciones públicas ha sido fundamental.
La base del país ha sido la construcción y superventa de casas, siempre más abundantes y más caras. Se desató una persecución moral de los que vivían en piso alquilado, considerados parias, parásitos, insensatos que tiraban el dinero. Quien no tenía casa propia era un indocumentado, un individuo incompleto, un alien. Había que salvarlo, así que fue acosado legalmente, expulsado con arrendamientos desmedidos, imposibles, obligado a comprar y acabar viviendo en un piso peor que el que tenía y pagando el triple de lo que pagaba mensualmente. Ganaba la ventaja de tener la seguridad de que en un plazo de treinta años sería totalmente suya una ruina en un bloque espantoso. Aquí se suele construir con calidad de liquidación a precios de temporada alta.
Ha habido más abundancia y felicidad que en otros tiempos, y ahora cunde la depresión anímica y material, y, como remedio, el Estado y el Mercado seguirán felizmente casados, vivos los dos en su hibridación en estado puro. La Junta lanza un plan de viviendas más baratas, con más créditos, para impulsar el mercado del suelo y de la vivienda. La Empresa Pública del Suelo comprará cuatro millones de metros cuadrados, construirá 11.000 pisos por 160 millones de euros, seguirá animando a los bancos, fundidos siempre el negocio y la política. Meterá aire nuevo a la burbuja que se desinflaba. Estos años se ha enriquecido hasta el idioma, y la palabra "burbuja" ha ganado un sentido nuevo, calcado del inglés, que usa bubble para nombrar algo falto de sustancia y seriedad. Jonathan Swift, el de Los viajes de Gulliver, escribió un poema titulado The Bubble a principios del siglo XVIII, cuando perdió 1.000 libras en el hundimiento de la Compañía de los Mares del Sur: "El pobre que suscribió acciones se hunde de inmediato y ahí se queda, los directores de la compañía caen también, pero su caída sólo es un truco para levantarse".
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