Política y mercado, versión 2008
Uno no deja de tener sorpresas en estos días de otoño que van a pasar a la historia del capitalismo contemporáneo. Parece seguro que nada será como antes, pero no tenemos ni idea de qué queremos decir con ello. Da impresión de que nada de lo que se propone desde los ámbitos institucionales modifica las bases estructurales de la crisis. Se habla de que la culpa la tiene la codicia de quienes se han aprovechado de la falta de regulación del sistema, pero los que ahora son acusados de avariciosos y free riders, hace pocas semanas eran vistos como los símbolos de un capitalismo veloz y pujante que no tenía enemigos significativos por los que preocuparse. Se apunta también a la "toxicidad" de ciertos paquetes financieros que no fueron detectados adecuadamente por las agencias y los organismos encargados de la cuestión, pero todos sabemos que hasta hace unos días era precisamente la regulación excesiva lo que impedía que el mundo fuera mucho mejor y todos acabáramos siendo más ricos. Por otra parte, parece que estemos redescubriendo que el Gobierno no es el problema, sino que forma parte de la solución. Pero ¿qué Gobierno? Imaginemos que nos ponemos manos a la obra y se aborda a escala global un nuevo sistema de regulación financiera. ¿Cómo va a llevarse a cabo esa operación?, ¿con qué base legal y desde qué marco institucional? ¿Con qué fuerza se contará para hacer cumplir, inspeccionar y sancionar esa regulación en un complejísimo sistema financiero, lleno de islas fiscales y paraísos financieros, conectadas en tiempo real con cualquier mercado de valores?
No podemos seguir siendo espectadores mientras las élites discuten quiénes se han pasado de rosca
¿Qué podemos aprender de todo ello? ¿Qué aprendimos de la crisis de 1929, la única convulsión comparable a la actual? En aquella ocasión, entendimos que para que el mercado cumpliera su función de asignar de manera eficiente recursos y satisfacer demandas, era necesario que los poderes públicos asumieran los efectos perversos del motor de funcionamiento del mercado, que la voluntad de poseer, la avaricia en definitiva, fuera regulada y corregida. La acción reguladora y redistribuidora del Estado compensaba externalidades, moderaba a ganadores y perdedores, y aseguraba una cierta estabilidad general. Lo que entonces valía para cada marco estatal nacional fue dejando de servir para una dinámica económico-financiera que ha encontrado múltiples maneras de saltarse controles y aprovechar, como afirma Stiglitz, los déficit de información local que un mercado mundial posibilita. La instantaneidad del mercado financiero y bursátil ha hecho florecer a los piratas de gatillo fácil, que buscan grandes beneficios en el más corto periodo de tiempo posible y que no tienen tiempo ni ganas de mirar hacia atrás para ver quién limpia los platos sucios y recoge a los que van cayendo. Los análisis de estos días no son precisamente muy optimistas. ¿Podemos imaginar una súbita conversión a la responsabilidad social corporativa de quienes han blindado su irresponsabilidad con indemnizaciones de millones de dólares? ¿Desde cuándo el capitalismo tiene unos valores de funcionamiento que le conducen al altruismo y a andarse con chiquitas cuando de ganar dinero a espuertas se trata?
La crisis del sistema económico-financiero pone de relieve la grave crisis del sistema político y, por tanto, de valores de nuestras sociedades. Los políticos parecen ser meros testigos de lo que el sistema económico hace de manera natural. En el fondo, más que testigos son albaceas y garantes de que todo el entramado pueda seguir desplegándose. Charles Lindblom afirmaba hace ya años en Politics and markets que la posición privilegiada de los capitalistas en la economía de mercado, derivada de su constante amenaza de desinvertir si no se cumplían sus demandas, alteraba de manera estructural la capacidad de dirección de los políticos elegidos democráticamente. La mundialización de los mercados ha convertido en estructural lo que antes sucedía en cada mercado nacional, debilitando aún más la posición de los gobernantes políticos. Para muestra, el propio Gobierno español, que estos días ha pasado de negar la crisis a no saber qué hacer con ella. Necesitamos política, una política que ponga en discusión las bases morales de un sistema económico que tiene en la avaricia y en la capacidad de chantaje sus armas esenciales de funcionamiento, y que además ha logrado que sean pocos los que pongan en discusión su hegemonía. La actuación de estos días del presidente Bush sólo puede calificarse de patética. Y el último discurso fue tremebundo, colocando una pistola en la sien a los congresistas, diciéndoles que escogieran entre un plan de rescate que premia a los irresponsables, pero que salva su economía, o condenar a males sin fin al conjunto de la población. La actual coyuntura es más bien propicia al escepticismo. Pero algo puede hacerse que permita generar y consolidar ámbitos de economía social, cooperativa y solidaria, que son grandes antídotos ante la "toxicidad" cortoplacista. Mientras, veremos quién es capaz de disciplinar un mercado financiero que estructuralmente tiende a la irresponsabilidad con relación a los efectos que provocan sus acciones. No podemos seguir siendo espectadores de un juego en el que la gran mayoría es siempre la que asume la peor parte de la irracionalidad intrínseca del mercado, mientras las élites discuten entre ellas quiénes se han pasado de rosca y a qué rincón del cuarto tienen que ir por un corto periodo de tiempo.
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