Reírse de uno mismo
Quedamos y hacemos unas risas". ¡Hacemos unas risas! Creo que ésta es una de las expresiones que más he detestado en la vida. Recuerdo cuando la empecé a escuchar, hace unos años, y cómo sentí que la sociedad, al menos la madrileña, se contagiaba de ella. Ahora parece que la infección está remitiendo y no hará falta, gracias a Dios, que don Manuel Seco la incluya en su diccionario de usos. ¡Hacemos unas risas! Como si la risa fuera algo que se pudiera prever. La risa. Con lo misteriosa que es. Hubo un tiempo en que yo escribía artículos cómicos, astracanadas. Había gente que me invitaba a una cena con la esperanza de que yo fuera, en parte, la principal hacedora de esas risas. A mí, la posibilidad de decepcionar me sumía en un mutismo melancólico. Recuerdo que para ganarme la simpatía del lector echaba mano de un humor flagelante; de los dos payasos, por así decirlo, yo siempre era la tonta, la que recibe las bofetadas, la que no había leído, la que no tenía ni puta idea y metía la pata; me inventaba cartas de lectores que me insultaban o que me hacían absurdas recomendaciones para mejorar mi rendimiento columnístico. ¡Disfrutaba tanto metiéndome conmigo! ¡Era tan liberador ser Garbancito, Calimero, el Tonetti, el Lazarillo, Gordito Relleno! Había un placer especial en poner todos los posibles defectos encima de la mesa de disección y hurgar en esas diminutas cicatrices de la infancia que la memoria esconde, pero no destruye. Me lo pasaba de vicio -nunca mejor dicho, de vicio- porque siempre hay algo mórbido (aunque ferozmente divertido) en hacer de uno mismo motivo de risa. Lo inaudito es la reacción que provoca este tipo de humor selfdeprecating, de burla de uno mismo. Hubo quien se creyó al pie de la letra ese personaje; hubo otra gente, bienintencionada, que me aconsejaba seguir una terapia para subir una autoestima maltrecha, y, sí, también hubo quien entendió que se trataba de una gran broma. Pero a lo que yo iba, el humor siempre es un oficio que llena de melancolía a quien lo practica porque, de alguna manera, sale dañado. El humor se construye con los defectos, no con las virtudes; por eso en el teatro clásico hay una astuta repartición de papeles: el galán es listo, guapo, pero no es el gracioso; el gracioso es el que se lleva alguna hostia por malicioso, el que sale escaldado, pero, a fin de cuentas, el que se lleva las risas del público. Eso es algo que los actores suelen asumir cuando interpretan una obra clásica, pero que no aceptan tan fácilmente cuando se enfrentan a un papel contemporáneo: ellos quieren ser los guapos, pero también los más ocurrentes. Pero hay una regla difícil de romper: el guapo trabaja con sus virtudes; el gracioso, con sus defectos. Así ha sido siempre. En la vida y en el arte. Ésa es la razón por la que el humor provoca empatía; a todos nos gusta cómo a otro le salen las cosas mal, se cae, es un pobre hombre, un desgraciado, y ésa es la razón por la que el humor provoca melancolía a quien lo practica: ¿no es un drama buscar el cariño y la atención de los demás haciendo el payaso? Esta semana fui a ver una exposición que me hizo reír, pero que me dejó también un regusto tristón, la de Chaplin-Charlot que hay en el Caixa Forum. La muestra relata con fotos y escenas de películas la historia del cómico: de los primeros esbozos de Charlot, que al principio era un borde malintencionado, a ese personaje hilarante, pero capaz de sentir amor y compasión, que Chaplin construye con el paso del tiempo. Cuando llegué a casa me puse a leer su libro de memorias, titulado egocéntricamente Mi autobiografía. Se abra por la página que se abra, siempre ofrece una escena interesante. Leo, por ejemplo, que el novelista Somerset Maugham le había descrito, a Chaplin, como ese artista que, habiendo alcanzado la riqueza y la fama, echaba de menos la libertad de sus años de niño pobre en las calles más sórdidas de Londres. Chaplin, que, efectivamente, sabía de verdad lo que era la miseria, deshace este malentendido que le molesta: "Todavía no he conocido un pobre que añore la pobreza o que halle la libertad en ella". Qué razón tiene, ¡cómo va a dar libertad el hambre! Pero eso no quita para que las cómicas historias de su vagabundo se nutrieran de aquellos años de penuria. En la semipenumbra de la exposición reímos con una escena de boxeo de Luces de la ciudad. Prodigiosa coreografía. El humor sin palabras. Pienso de pronto que el humor de los hermanos Marx, tan apoyado en el sarcasmo verbal, sigue provocando hoy el mismo tipo de risa que cuando se creó, pero que el humor chaplinesco, basado en la pantomima, despierta una risa que se transforma en melancolía en cuanto la historia acaba.
Hay una regla difícil de romper: el guapo trabaja con sus virtudes; el gracioso, con sus defectos
El humor chaplinesco despierta una risa que se transforma en melancolía en cuanto la historia acaba
Si van por el paseo del Prado y les sobra un rato, suban, vean a ese Charlot boxeando. Si no se ríen les devuelvo el dinero que se han gastado en el periódico. También encontrarán el rostro de Chaplin en Candilejas, ese viejo cómico de vodevil que ya no arranca una carcajada del público. Entre una escena y otra está el paso del tiempo, la transición de lo cómico a lo dramático. Ayuda a entender el placer y el daño que provoca el humor a quien tiene la osadía de hacer de él su medio de vida. -
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