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Columna
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Autocrítica de un amor

Esta semana ha hecho un año que André Gorz y Doreen, su mujer, pusieron fin a sus vidas. Al final del último libro de Gorz, Carta a D., autocrítica luminosa e inmisericorde de la pasión que les unía y de la historia que la hizo existir, después de habernos presentado en 74 páginas lo esencial de sus 58 años de vida en común y los 34 de lucha contra la enfermedad de Doreen -un cáncer de endometrio y sobre todo una interminable dolorosísima brega contra una enfermedad degenerativa- y cuando la esperanza ya no funciona, y deciden cerrar la puerta, nos anuncian, con el modo indirecto y elusivo con el que la pareja hablaba de sus cosas más importantes: "A ninguno de los dos nos gustaría sobrevivir al otro".

Gorz es un intelectual puro y duro, sin regodeos literarios, para quien "escribir es hacer"

Gorz tiene una extraordinaria potencia intelectual, una implacable agudeza crítica como proclamó Sartre en la larga introducción que con el título De ratas y de hombres, puso a su texto El Traidor. Estas capacidades las aplica fundamentalmente al examen de su persona, de su vida y de su obra, de acuerdo con la pauta analítica de lo que se ha conocido como análisis existencial. Después de las cerca de mil cuartillas que produce a lo largo de 10 años en su intento de alumbrar un tratado de filosofía que diera respuesta a todos los grandes interrogantes, tratado que no verá nunca la luz, emprende, con toda la crueldad de que es capaz, una exploración de lo que cree ser y haber sido, que divide en cuatro partes o embestidas: Nosotros, Ellos, Tú, Yo.

Gorz es un intelectual puro y duro, es decir, sin regodeos literarios para quien, al igual que para Voltaire "escribir es hacer" y que utiliza sus textos como Paul Celan sus poemas, como cuchillos -Mein Gedicht ist mein Messer-. Desde ese planteamiento nos cuenta la historia de su amor por Doreen -Dorine- que es antes que nada un amor europeo entre una joven inglesa y un judío austriaco, que nace bajo el signo de la guerra y crece entre libros y precariedades. El corto relato que se nos ofrece es la transposición crítica a la esfera de las relaciones más personales e íntimas de lo que constituye a un hombre y a una mujer en pareja, de lo que los hace existir en sí mismos por el amor, que para decirlo con mis palabras y sus ideas, no es nunca un accidente, un pasatiempo, menos aún una casualidad, sino "una herida original e incurable, una experiencia fundante" que luego se reitera día a día. El amor es lo que nos hace ser juntos antes de estarlo, el uno con el otro, el uno por y para el otro, el único espacio en el que cabemos juntos, el amor es esa fascinación recíproca de dos sujetos en lo que tienen de menos expresable, de menos socializado, de más irreductible. El amor que nos crea simultáneamente sin confundirnos, como un modo esencial de ser, como una razón imperativa, inaplazable de existir y que por ello es preferible a todo lo demás. Kafka escribe en su Diario: "Mi amor por ti no quiere quererte, y por eso voy a matarlo". La conversión existencial del amor que nos saca del reducto vallado de nuestro yo y nos hace acampar en el otro, llevándonos a descubrir la mismidad en la alteridad, nada tiene que ver con el esperpento hoy dominante que sólo aspira a cumplirse con la devastación del otro. Que tal vez donde mejor se vea sea en la plena sexualización de las relaciones de pareja dominadas por la genitalidad y sus usos, que explican el éxito del turismo sexual africano y la extensión de la práctica de las europeas de más de 50 años en la búsqueda de su cumplimiento erótico con los jóvenes sementales negros, que ilustra de manera tan expresiva la película Hacia el Sur. Sin olvidar la aparición, cada vez más confirmada de la prostitución masculina, destinada a las burguesas-senior bien acomodadas, de que se hace eco el filme La Cliente que se acaba de estrenar. Y sobre todo esa abominación de la pedofilia, niñas y niños, que por si sola justifica el control radical, autoasumido o impuesto, de tanto instinto perverso.

Con la misma entereza y radicalidad afrontan la enfermedad. Cuando el Dr. Court-Payen les anuncia que el lipiodol que habían inyectado a Dorine para operarle de una hernia discal le ha producido una aracnoiditis, afección evolutiva y sin curación posible, Gorz escribe, "en vez de dejar que la tecnociencia médica se apodere de tu relación con tu cuerpo y que el biopoder, como lo llamaría Foucault, más tarde viva por ti, has decidido resistir día a día, defender tu vida palmo a palmo". Gorz deja su trabajo en el Nouvel Observateur y juntos se van a vivir al campo donde duran, escriben, se quieren durante 23 años. Yo tuve la fortuna de hacerles venir a Estrasburgo en el otoño de 1986 en el marco de los Grandes Debates del Consejo de Europa. El recuerdo de los tres días que pasamos entonces con ellos siguen sirviéndome de estímulo en las horas bajas.

Gorz termina su carta escribiendo: "Acabas de tener 82 años, has perdido 6 centímetros y no pesas más que 45 kilos, pero sigues teniendo la misma belleza, y yo te quiero más que nunca. El insoportable vacío de no ser una sola cosa contigo, sólo lo calma el calor de tu cuerpo contra el mío... Por lo que si contra toda evidencia existiera otra vida, querríamos también vivirla juntos". Como antídoto frente al desánimo escapista y a la ridícula automonumentalización, los que nos dedicamos a esto de leer-escribir, deberíamos hacer curas de Gorz-Dorine.

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