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Columna
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Respetables delincuentes

Rafael Argullol

Dos noticias alentadoras en medio del desastre jurídico de este país que ha culminado con la gran componenda en la resolución del conflicto del Consejo del Poder Judicial: por la primera hemos sabido que un juez ha denunciado a la Junta de Andalucía por prevaricación en el caso del hotel de El Algarrobico, en Almería; por la segunda hemos sido informados de que, después de largos años de litigio, otro juez ha condenado al Ayuntamiento de Barcelona por su indiferencia ante las quejas de un vecino de Gràcia por las actividades ilegales que se veía obligado a soportar.

Quien haya viajado por el antes idílico parque natural del Cabo de Gata sabrá de qué se trata porque no puede haberle pasado desapercibido ese monstruoso tumor que es el hotel de El Algarrobico, un edificio de 20 plantas que vulnera todas las legislaciones locales y autonómicas. La Junta de Andalucía, según el auto del juez, incluso presentó una cartografía "falsa e insólita" para camuflar el incumplimiento de la Ley de Costas. De alguna manera el hotel de El Algarrobico es el símbolo del salvaje expolio de todo el litoral mediterráneo perpetrado en estos últimos 25 años, y por tanto en plena democracia, con la complicidad, por acción u omisión, de las autoridades municipales, autonómicas y estatales.

El ciudadano tiene que saber que la desidia de la autoridad, en democracia, es un delito y tiene que animarse a denunciarla

Me interesan ciertas acusaciones del juez: la abulia y la desidia de la Administración en la defensa del interés general. Significativamente, en la sentencia contra el Ayuntamiento de Barcelona también se habla de la desidia de las autoridades en el momento de preservar los derechos de los ciudadanos. En consecuencia, de hacer caso a estos autos judiciales, no sólo es condenable la corrupción, que de vez en cuando sale a flote desde el submundo en el que conviven mafiosamente la delincuencia y el poder, sino algunos de sus parientes cercanos: la dejación de funciones, la tolerancia frente a la ilegalidad, el disimulo ante el delito. Es decir, la desidia. La autoridad abúlica, indiferente al incumplimiento de la ley, se convierte automáticamente, y por la naturaleza propia de su función en una sociedad democrática, en autoridad delincuente.

Esto tiene cierta importancia al calibrar la atmósfera que nos rodea, con un malestar ciudadano que a menudo es fruto de la impotencia. Una de las ventajas de vivir en una democracia es que se supone que las leyes y ordenanzas aprobadas son justas y, por consiguiente, de obligado cumplimiento. Lo que habitualmente llamamos autoridad debería ser el mediador entre la ley y su aplicación. Cuando esto no ocurre, el engranaje falla y el ciudadano se siente frágil y desamparado.

Ésta es la sensación que, de acuerdo con sus palabras, tuvo Óscar Zayas, el ciudadano de Gràcia al que ahora el juez ha dado la razón frente a la brutalidad de los decibelios con que cada noche le mantenían insomne los ocupantes del local vecino. El problema es que el señor Zayas, tras 12 años de denuncias infructuosas a la Guardia Urbana, a la concejalía de distrito y al propio Ayuntamiento, tuvo que mudarse de casa y que, como buen ciudadano, ahora está preocupado porque los 19.000 euros con que ha sido condenado el Consistorio los vamos a pagar los contribuyentes, él incluido, y no el alcalde -actual o anterior- como debería ser.

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Esta sentencia y las consideraciones del señor Zayas son muy pertinentes para juzgar el caso de Barcelona, una ciudad en la que se produce una desproporción abismal entre la autopromoción municipal -con campañas que con frecuencia suscitan la vergüenza ajena- y la responsabilidad democrática a la hora de proteger la existencia cotidiana de los ciudadanos. No sé si por tolerancia mal entendida, por cobardía, por pusilanimidad o por la desidia invocada en los papeles judiciales; lo cierto es que el Ayuntamiento de Barcelona acumula ejemplos de lo que podríamos llamar indiferencia delictiva.

Sin salir del barrio de Gràcia, podemos recordar el espectáculo, durante la fiesta mayor, de cientos de bárbaros asediando con su ruido a lo largo de horas dos residencias geriátricas sin que la policía hiciera nada por impedirlo. Y luego la repetición de la barbarie en las fiestas de Sants, con la policía igualmente ausente. O lo ocurrido en Poblenou. Para no hablar de la Barceloneta, transformada en verano en la gran cloaca turística de la ciudad, donde muchos vecinos, hartos de la indignidad y la degradación, quieren formar patrullas de vigilancia que palíen la ineficacia y apatía policiales.

¡Sólo nos faltaría, con esto, recuperar la ley de la jungla! Sin embargo, no me extrañaría que algo similar sucediese mientras el Ayuntamiento se empeñe en apostar por la marca que debe venderse en lugar de hacerlo por la ciudad que debe habitarse.

Con todo, algo hemos adelantado con estas denuncias y sentencias. Es importante que el ciudadano sepa que la desidia de la autoridad, en democracia, es un delito y se anime a denunciarla. Claro que la jurisprudencia podría mejorarse exigiendo que fueran los ilustres delincuentes, y no las arcas municipales o autonómicas o estatales, las que pagaran las indemnizaciones. La desidia es otra forma de corrupción.

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