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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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¡Qué arte tiene mi niño!

Elvira Lindo

Esto lo pinta mi niño. ¿Quién no ha escuchado esa frase en una exposición? ¿Quién no ha visto a esa madre que se pone frente a la obra de arte, con las piernas un poco abiertas, cara de desconfianza y de ligero desprecio y una mano en la cadera, como si de un momento a otro fuera a desenfundar una pistola y pegarle tres tiros al jodido cuadro, al estilo de Joan Crawford en Johnny Guitar? Yo la he visto. La madre mira el cuadro y mira a su niño, al pequeño artista de seis años. Le ha apuntado a Plástica, como actividad extraescolar, como hizo con el mayor, aunque el mayor, ay, en cuanto cumplió doce años, lo dejó todo; ahora, prácticamente, tiene la actividad neuronal de un koala, sólo cuando intentas arrancarle del sofá reacciona y enseña los dientes. Su última esperanza está puesta en el pequeño. Le lleva a exposiciones de expresionismo abstracto y cuando se encuentra frente a un cuadro se pone en jarras, suelta un ¡ja!, y le dice a quien quiera oírlo: "Esto lo pinta mi niño". Yo, por sistema o por susto, les doy la razón a esas madres pendencieras. Esas madres están en contra del arte, en general, y a favor de sus hijos, por norma. Sólo abrazarán el arte el día en que se reconozca el don de sus niños. En el fondo, tienen su parte de razón. Hay exposiciones en las que, dado lo que hay, lo primero que piensas es: "¡Que traigan a ese niño, por Dios!", al modo en que en la película Sopa de ganso, Groucho le dice al Estado Mayor mirando un mapa: "Este mapa lo entiende un niño de cuatro años", y grita: "¡Rápido, que traigan a un niño de cuatro años!". En casa nunca apuntamos a nuestros hijos a actividades extraescolares. Y mira que ellos lloraron. Cabía una posibilidad (entre un millón) de que alguno de ellos nos hubiera salido un Casillas o un Barenboim. Personalmente, lo dudo. Yo creo en la estadística. Pero la verdadera razón de nuestra negativa era que no queríamos formar parte de esos grupos de padres, fanatizados por la actividad extraescolar de sus hijos, que se montan en un autocar un domingo temprano para llevarlos al quinto coño a competir con otros niños futbolistas o violinistas, el arte da igual. Se han dado casos (aunque los periódicos suelen silenciarlos, hay mucho compadreo) de padres que han pegado al árbitro o que se han enzarzado con otros padres, teniendo los niños que separarlos y tranquilizarlos. Una pena. Tal vez fuera porque yo me creyera proclive a protagonizar una reyerta que siempre preferí no formar parte de estos entornos potencialmente violentos. Lejos de mí la intención de ponerme como ejemplo: aún recuerdo el día en que mi niño fue karateca, el único en su vida, y viendo que le habían puesto de contrincante a un niño a mi juicio desproporcionado, tanto en el tren superior como en el inferior, a todas luces hormonado, me acerqué discretamente a ese pequeño luchador de sumo y le dije, entre dientes, un poco Joan Crawford (la verdad), que como se pasara con mi niño le iban a esperar a la puerta del colegio unos chavalitos de un grupo musical llamado los Latin Kings. O sea, que ganó mi niño. Y un poco crecido por la victoria, quiso dedicarse al kárate o al boxeo. A ver, con siete años, qué coño sabes de la vida. Pero yo no me veía apañando combates, bajo amenazas o golpe de talonario. Y aun así, reconozco que me echaba menos para atrás el desembolso económico, porque el soborno tiene siempre un punto cinematográfico, que el viaje en autocar con padres/madres que abandonan cualquier placer, incluso el sexual, por un objetivo en la vida, que sus niños ganen, que ganen lo que sea. Algo tendrá el asunto cuando el cine le ha dedicado tantas películas: Bellissima, Pequeña Miss Sunshine, y otra que vi hace poco, no recuerdo el título, de una niña que competía en uno de esos concursos de Estados Unidos de deletreo de palabras (Spelling Bee), difíciles y endemoniados a la manera en que la fonética inglesa puede serlo. Probablemente, todas estas historias hablan de una parte de la población que sólo se siente afectada por el arte o el deporte, esos oficios raros, cuando un niño suyo entra en liza. Son mundos de los que lo natural es desconfiar, llenos de tipejos que practican el camelismo, ese arte de hacer dinero con oficios poco serios. Y ya digo que yo entiendo esa desconfianza, incluso la comparto: ¿es serio dedicarse a esto? En mi casa practicaban esa distancia hacia lo artístico: una vez gané un concurso de redacción nacional y mi padre canjeó el monto del premio en una tienda que se llamaba Deportes Todo llevándose un flamante equipo de pesca. ¡Me hizo tanta ilusión que con mi redacción él se llevara aquel precioso cesto! ¡Pero qué tontos, qué inocentes éramos los niños de entonces! La película de Woody Allen (Vicky Cristina Barcelona) trata, sobre todo, de dos artistas plásticos de la generación de la EGB a los que les engordaron la vanidad como a los niños de ahora. Fueron niños con muchas clases extraescolares. El resultado es cómico, aunque no sé si en el sentido que esperaba Allen. Los cuadros que saca en la película están en la línea de los cuadros abstractos que dibujaba Ibáñez en sus mortadelos; los artistas beben vino, tienen casas cojonudas y hacen un trío con Scarlett Johansson. Y encima dicen que están atormentados. Mira, no. -

Cabía una posibilidad (entre un millón) de que un hijo nos saliera un Barenboim. Yo lo dudo; creo en la estadística
La película de Woody Allen trata de dos artistas de la generación EGB a los que les engordaron la vanidad
Una escena de la película <i>Pequeña Miss Sunshine</i> (2006), que relata las aventuras de una familia en torno a un concurso de belleza infantil.
Una escena de la película Pequeña Miss Sunshine (2006), que relata las aventuras de una familia en torno a un concurso de belleza infantil.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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