Crucerista por una semana
Confort, ocio y turismo. Tres argumentos para embarcarse en un crucero por el Mediterráneo occidental
El medio de transporte convertido en lugar de ocio. Un cebo apetitoso para unas vacaciones diferentes que reúnen descanso, diversión y viaje turístico. Visto así, el crucero sería una especie de inmenso huevo Kinder susceptible de satisfacer varios deseos a la vez. Claro está, uno tiene que saber de antemano cuáles son los deseos que quiere satisfacer para no llevarse luego chascos.
Embarcaremos en el Costa Concordia, un buque botado en 2006, con 290 metros de eslora, 35,5 metros de manga, 17 puentes, 114.500 toneladas, 3.780 camas y una tripulación de 1.100 miembros. La travesía que emprenderemos nos llevará por el Mediterráneo occidental. Saldremos de Barcelona y desde allí haremos escala en Palma de Mallorca, Túnez, La Valeta, Palermo, Civitaveccia y Savona, cerca de la costa de la Liguria. Un itinerario de seis días que nos abrirá las puertas de un megamix de confort, ocio y turismo.
Subir a bordo
Al contemplar la mole de barco en el que nos habremos de meter, experimentamos un vahído de desconcierto. En el puerto de Barcelona, aquella masa inmensa se nos antoja un rascacielos sobre el mar. Las maletas las facturamos desde tierra y, acto seguido, en un proceso ordenado y metódico, vamos pasando los controles de seguridad hasta llegar a bordo. La burocracia no es farragosa y la diligencia de los operarios evita las aglomeraciones.
Al acceder tragamos saliva. Nos hacen posar delante de un timón para sacarnos una foto de bienvenida. Más tarde, la podremos adquirir en una de las tiendas de a bordo. Será tan sólo la primera de varias. Al verlas expuestas todas juntas con brillos de celofán no podremos evitar sentir cierto estupor gástrico como de parque de atracciones. ¿Será aquel el recuerdo que nos llevemos de la travesía?
El camarote, con balcón
Caminamos entre lámparas de colores y moquetas sin fin hasta llegar al camarote. Aglomerado y plástico fino, orillo y polietileno para una decoración que pretende ser distinguida, pero que se queda en resultona. El alojamiento es confortable; las camas, cómodas; el espacio, adecuado, y las instalaciones, correctas, tanto, que en ningún momento se tiene la sensación de que aquello no sea una habitación de hotel.
Es preciso mencionar en este punto la conveniencia de contratar un camarote con balcón. El balcón hace de contrapeso al jaleo de a bordo y ofrece un recinto de privacidad con vistas al mar. Así, por ejemplo, conforme vayamos avanzando en la travesía, el balcón será la única evidencia a nuestro alcance de que nos desplazamos por el Mediterráneo. Será estupendo contemplar desde allí la belleza mojada de las puestas de sol, las formas fantasmagóricas de la espuma al navegar bajo la luna y los perfiles brumosos de la costa con las primeras luces del amanecer.
En el barco existen desde luego camarotes con ojo de buey, o incluso sin más ventana al mundo que la de la pantalla de la televisión. También hay suites de lujo en las que poder dar rienda suelta a encopetadas fantasías. Elegir entre unos y otros dependerá a la postre del bolsillo del turista.
Ocio, ocio y ocio
Enseguida nos daremos cuenta de que el barco es un inmenso escenario de ocio diseñado para distraer al pasaje. Allí todo está medido, procesado, calculado, pero de una forma discreta, sin que en apariencia se pierda esa dimensión humana que la gente necesita para sentirse a gusto. Jaleado por aeróbicos animadores en la cubierta o echando monedas con desenfreno en las tragaperras del salón de juegos, uno se siente un poco pollo de nave industrial al que ceban sin pausa con aviesos propósitos, le guste o no.
Tardes de piscina y 'spa'
De las alternativas de ocio a bordo, el deporte es la que más a mano queda por las mañanas. Pista de footing en cubierta, cancha de baloncesto al aire libre y gimnasio equipado a la perfección. La gente, sin embargo, prefiere aglomerarse en torno a las piscinas para remojarse un poco y tumbarse en las hamacas a tomar el sol. El puente se antoja al mediodía una inmensa tostadora de piel humana. Los más exigentes se mudan entonces al spa, donde masajes y tratamientos de belleza son impartidos a la carta. En el spa todo es silencio, cristal tintado y azul de mar, pero esta alternativa de ocio tiene suplemento aparte.
Comidas pantagruélicas
Pero el mayor de los pasatiempos de a bordo lo constituye sin duda la comida. El todo incluido supone un atractivo psicológico que nadie está dispuesto a desaprovechar. El barco cuenta con dos restaurantes principales, más uno en plan bufé que incluye pizzería afterhours. Al ver en marcha la maquinaria del restaurante, nos percatamos de la envergadura de aquel negocio sobre el mar. La gente, ajena a todo, disfruta mientras tanto con las comidas pantagruélicas hechas de platos sin fin.
Cena de gala y el besamanos del capitán
Algunas noches, las veladas son de gala, según reza en la hoja volandera donde se nos detallan día a día las actividades de a bordo. La gala implica vestirse para la ocasión y a los postres tomar champán, es decir, vino espumoso. Para la mayoría de las personas, el término gala es un concepto equívoco que incluye lo estrambótico, lo estrafalario. Los paradigmas de la elegancia no tienen parangón en el crucero y la sorpresa está siempre asegurada.
Es recomendable en tal sentido asistir al besamanos del capitán, un cóctel por el que desfilan los figurines de a bordo, ávidos de darse en exhibición a los demás. Aplausos y silbidos. Los fotógrafos del barco se hinchan a tirar de flas cuando van y estrechan la mano del capitán. Los oficiales sonríen como recién escapados de su primera comunión.
Noches sin fin
Después de la cena, el barco se abre al entretenimiento nocturno. Los bares de copas se llenan y el casino adquiere entonces su momento más mundano. Se diría que hay gente que se embarca con el solo propósito de darle a la ruleta o jugar al blackjack. Para las familias con niños resulta más conveniente acudir al anfiteatro, un inmenso hemiciclo de tres plantas donde diariamente se programan actividades de variétés, magia, circo, funambulismo, canción y vodevil.
Lejos de lo que pudiera pensarse, los números allí representados son todos de una calidad más que aceptable y hacen de la digestión enorme de la cena un tránsito por lo menos llevadero. Después vienen los bailes y las copas tardías, pero tras el machaque del día, la cama siempre acaba siendo la mejor opción.
La llegada a Malta
Si para algo el crucero resulta la elección perfecta, es para desplazarse sin moverse. He aquí la paradoja del turista, el colmo de la comodidad. Se embarcan las maletas el primer día y ya no hay que preocuparse por nada más. Navegamos por las noches y llegamos a los puertos por las mañanas, de forma que el madrugón es inevitable si se quieren aprovechar esas pocas horas de permanencia en cada lugar. La partida y llegada a los sitios de atraque ofrece perspectivas insólitas.
Conviene no perdérselas, en especial en el puerto de La Valeta, al que llegaremos con el desayuno. Entrar por su bocana sinuosa, flanqueados de fortalezas templarias mientras untamos la mantequilla en la tostada, es una experiencia singular. Nuestra mesa en la popa del restaurante nos permite una magnífica vista de la ciudad. Un par de cafés rápidos y todo queda dispuesto para desembarcar.
Excursiones organizadas o por libre
La organización del crucero oferta en cada una de las escalas dos o tres excursiones alternativas que sintetizan la esencia turística de cada lugar. El crucerista perezoso puede contratarlas hasta el último momento. La reserva puede incluso hacerse online en cualquiera de las terminales digitales de a bordo. No obstante, siempre cabe la posibilidad de contratar un guía y un minibús para hacer por libre las excursiones. Nosotros lo haremos así en Túnez y visitaremos por nuestra cuenta la Medina, las ruinas de Cartago y Sidi Bou Said, un pueblecito precioso que se disfruta mejor en soledad. Del cóctel de información que nuestro guía nos proporcione, nos quedaremos con que Túnez es una república laica cuya religión oficial es el islam, que cuenta con el zoco más grande del Mediterráneo, con el museo de mosaicos romanos más grande del mundo y que los sábados por la noche se practica el triquitriqui como en cualquier lugar occidental. En fin, que uno nunca sabe cómo acertar.
Programar de antemano las visitas
Para evitar inconvenientes y molestias, al viajero le interesará tener de antemano identificados en cada escala el par de sitios que desea visitar. Resulta aconsejable conformarse con las pocas horas de las que se disponen y no intentar abarcar lo imposible.
En Malta acudiremos a la catedral de St. John, que alberga un estupendo Caravaggio, El degüello de san Juan Bautista, pero el calor, el gentío y el puritanismo requerido en la vestimenta nos echarán de allí (ojo con la vestimenta en las iglesias, la beligerancia es de lo más cerril), así que pasearemos por el puerto viejo disfrutando de unas horas de pintoresquismo con sabor inglés.
En Palermo nos dejaremos llevar por el encanto decadente de sus calles. El puerto linda la ciudad, así que no hay más que desembarcar y caminar. Lo haremos sin rumbo definido, sólo para ejercitar los sentidos y disfrutar del sabor de la ciudad. Nos tomaremos un cannoli siciliano (un típico dulce relleno de crema de ricotta) a la sombra de una higuera y nos daremos de bruces con el mercado de la Bucheria, que sin ser grandioso, nos agradará visitar: carnes, pescados, verduras y un viejo que en una manta sobre el suelo vende reliquias nazis de la II Guerra Mundial. Hay algo de Lampedusa en Palermo, tal vez ese algo cambiante por el que todo sigue igual.
En Roma, sin embargo, nos arrepentiremos de haber desembarcado. Chorros de gente, colas inasequibles, calor insoportable y botellines de agua a dos euros la unidad.
En la escala de Savona nos acercaremos hasta Portofino; la elección parece obligada. Portofino es un pequeño varadero angostado entre colinas. Villas sombreadas por pinos de alta copa y guarnecidas por cipreses que se clavan en el azul del cielo color mar. Aquello es de una belleza que sorprende, mitad renacentista, mitad Dior.
Fin del viaje
Éste va a ser nuestro periplo por el Mediterráneo y poco más. En fin, que con apenas unas horas en los lugares, a lo más que da tiempo es a tirar de cámara y a sacar algunas fotos que luego contemplar con el prurito ridículo del "yo estuve allí". Tres deseos satisfechos, por tanto, con un solo producto multipropósito: el de las vacaciones en el mar.
Recuerdos
Conscientes los organizadores del crucero de la frustración con la que el turista queda tras visitar a vuela pluma las escalas, se le ofrece la posibilidad de comprar a bordo un DVD documental sobre los lugares que ha visitado para que así, ya despacio y en su casa, pueda tener una visión más amplia de lo que sus ojos apenas pudieron ver.
» Fernando Royuela (Madrid, 1963) es autor de El rombo de Michaelis (Alfaguara, 2007).
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