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Neorrealismo negro

No todo está parado en esa Italia detenida en el tiempo que tan bien describe la novela de Melania Mazzucco. Al revés, la riqueza y la versatilidad de las historias que suceden allí no tienen parangón en Europa. No es fácil encontrar un lugar en el que un ex primer ministro es secuestrado y asesinado. Menos lo es que 30 años después nadie sepa a ciencia cierta quién fue el culpable, ni por qué Aldo Moro debía morir. La fascinación de Italia se debe, entre otras cosas, a su abrumadora cultura política y a la prodigiosa capacidad de sus dirigentes para superarse a sí mismos generación tras generación. Si a eso le añadimos la Cosa Nostra, la Camorra, la N'drangheta y la Sacra Corona Unita; el terrorismo negro y el rojo; el proceso Manos Limpias, los tejemanejes vaticanos de los banqueros de Dios, la amistad de Bush, Putin y Gaddafi con Berlusconi, o el tráfico de inmigrantes desde las costas libias y el este de Europa (por citar sólo algunos casos de los últimos años), la única conclusión posible es que los escritores italianos no necesitan más que echar una ojeada a los periódicos para vencer la pereza y la falta de ideas. Así que el renacimiento del gusto por la escritura y la lectura en la Italia de estos años ha tenido mucho que ver con la denuncia de la nigérrima realidad circundante.

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A caballo de la crisis de las ideologías y la capitulación final de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, la notoria ausencia del Estado y el olímpico desprecio de las reglas de convivencia han acabado asentando en el país una única sensación: el miedo. Al otro, al diferente, al futuro. El miedo como principal, o quizá único, factor de consenso. Y ahí ha hecho su entrada, o mejor su rentrée (con el maestro Andrea Camilleri a la cabeza, recogiendo el testigo legado por Leonardo Sciascia), un viejo género actualizado, que podría quizá llamarse neorrealismo negro, o simplemente "yo acuso", y que se ha impuesto como código de honor renovar la confianza de los lectores italianos en los autores italianos, recurriendo a formas distintas pero con un objetivo común: contar la verdad, revelar la sustancia de las cosas que pasan.

En los últimos años, el giallo (amarillo, el género negro) ha buceado sin bombona en los callejones donde los niños de Secondigliano y Scampia (Nápoles) se inician en el tráfico de drogas (Roberto Saviano); en los caminos sardos donde el secuestro y la venganza eran un arte (Marcello Fois); en los clubes de alterne del Véneto donde campan las mafias croatas y albanesas (Massimo Carlotto y Marco Videtta); en el despilfarro de los políticos corruptos (G. Antonio Stella y Sergio Rizzo); en las relaciones inconfesables entre Mafia y política (Nicola Tranfaglia); en los resortes secretos de la muerte de Moro (Ferdinando Imposimato)...

Son sólo algunos ejemplos entre decenas posibles. En esa lista hay jueces, periodistas, historiadores, escritores puros. Quizá el conjunto no dé para presumir de una literatura exquisita, al nivel de la que hacían hace décadas Pasolini, Pavese o Calvino. Pero todos tienen alma, corazón, rabia. Surgen de la indignación, y cumplen la regla de oro del viejo pacto: soñar un mundo mejor. Su fuerza es que han llegado a miles, a cientos de miles de lectores. Que son sus cómplices y hablan en voz baja. Y así, han puesto de rodillas la eterna canción, la lamentela sobre la degradación moral de Italia; y las quejas, justas, sobre la narcotización del país, que como todo el mundo sabe es el objetivo al que aspira el reinado, absoluto pero democrático a la vez, del Cavaliere.

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