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Columna
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¿Algo que declarar?

Demasiado a menudo el político se comporta como el viajero que abre la maleta en la aduana en cuanto se le requiere si tiene algo que declarar. Algo parecido ocurre con la Iglesia, siempre presta a vaciar la papelera de reciclaje con un arsenal de opiniones rara vez solicitado en el que aflora sobre todo sus manías personales, porque ¿de qué va hablar el cura si no es de sí mismo? Y, encima, en prosa y sin saberlo.

Que el ministro de Sanidad sugiere la conveniencia de abrir una reflexión sobre el suicidio asistido, ahí que salta el gran González Pons asegurando que se trata de liquidar al personal a cargo de los presupuestos públicos. El ministro se refiere a la regulación de los cuidados paliativos en los hospitales para enfermedades terminales y a la eutanasia pasiva, o activa, en los casos de enfermedades irreversibles en las que el paciente se convierte en un simple vegetal salvo que medie la eficacia divina bajo especie de milagro. Pero eso no le importa nada a González Pons, aún a costa de reavivar el miserable tratamiento de algunos medios sobre las sedaciones de Leganés. En España mueren cada año de una manera atroz no menos de tres mil personas que prefieren no seguir viviendo, desde los que se precipitan al vacío hasta los que se tumban bajo las vías del tren, aunque el número es sin duda bastante mayor, y en todo caso supera al que recogen las estadísticas de víctimas mortales en los accidentes de tráfico. Nadie pide nacer, pero si prefiere morir, supongo que lo más civilizado sería ver de echarle una mano, una vez que tenga claro que de una depresión se vuelve, pero de la muerte, no, salvo que se sea Jesucristo.

Todo este triste asunto, el de la muerte propia o impropia, se complica por la untuosa intervención de esos gerifaltes de la defensa de la vida que obtienen su negocio del temor a la muerte, y aquí entran a saco las religiones. Para la que tiene mayor poder entre nosotros, la vida es un don de Dios (ayuno, entre tantas otras cosas, de descendencia directa, con lo poquito que le habría costado) así que nadie está autorizado a arrebatársela, salvo que se trate de la propia Iglesia, la industria del automóvil, las multinacionales farmacéuticas o esa pandemia de desastres naturales que se ceba en las regiones más desfavorecidas del planeta. La ventaja, enorme, de esa Iglesia es que preconiza unos valores que jamás acierta a garantizar de una manera efectiva, así que sería la opción menos votada si se presentara a unas elecciones sin más armas que su rosario de principios.

Esos acérrimos defensores de la vida están, naturalmente, contra la interrupción del embarazo en cualquiera de sus supuestos, y basta con que el Gobierno considere la posibilidad de conceder a las mujeres mayor disposición de elegir en tema tan delicado para que la jerarquía católica se declare entristecida, vocablo que salido de esas bocas suena beatería de monja ante un pecadillo infantil. ¿Y quién es la Iglesia para entristecerse sobre el reconocimiento de un derecho que afecta sobre todo a las mujeres? Pues la misma institución que se congratula cuando un moribundo sin remedio es forzado a sufrir hasta el final una vida de martirio a cambio de nada. ¿Y de qué nos quiere salvar la Iglesia con todo ello? Más bien lo que pretende es seguir amedrentando al personal imponiendo un repertorio de pintorescas creencias que nadie ha solicitado. Del resto de cuestiones que tienen que ver con todo esto, hablaremos otro día. Para qué argumentar más fino siendo ellos tan groseros.

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