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Columna
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Retrato en gris

Como el sol a través del cristal, sin romperlo ni mancharlo, así atravesó el lunes las pantallas de Televisión Española el alcalde de Madrid para responder a las preguntas de 27 ciudadanos españoles seleccionados por una benévola empresa de casting que, esta vez, no buscaba el escándalo, ni la provocación, ni siquiera el entusiasmo. 73 invitados se quedaron con la pregunta a flor de labios porque Alberto Ruiz-Gallardón, con las mañas del político experimentado se extendía en las respuestas cuando se sentía cómodo, sabiendo que cada minuto ganado en una contestación era un minuto que alguien perdería, tal vez el invitado dispuesto a plantear la cuestión más incómoda, la interpelación más comprometida. Las preguntas eran sencillas y previsibles y Alberto se las sabía todas y ni siquiera tendría muchas oportunidades de echar mano a su libro de citas preferido, las frases de Ortega y Gasset, filosófico todoterreno que sirve igual para un roto que para un descosido cuando se trata de no decir nada con hermosas palabras. "La lealtad es la distancia más corta entre dos corazones", el alcalde consiguió por fin soltarle una de sus citas a una joven barcelonesa, cita traída por los pelos que le habría quedado mejor si la pregunta hubiera versado sobre sus relaciones con Esperanza Aguirre o las lealtades y deslealtades que se fraguan y quiebran en su partido, en vez de hacerlo sobre un libro biográfico sobre su suegro, el de Gallardón, el falangista y ministro franquista, Utrera Molina, hay lealtades que matan y lecturas que hieren aunque la joven lectora interrogadora parecía haber pasado esta última prueba sin daños aparentes.

Ruiz-Gallardón estuvo gris como su traje sin que la corbata pusiera un mínimo de alegría

Usted pregunte sobre lo que quiera, que yo responderé sobre lo que me dé la gana, he aquí otra vieja receta del oficio a la que Gallardón recurriría a menudo durante el interrogatorio. Le preguntaban sobre sus ambiciones políticas y hablaba de las de Rajoy, le interrogaban sobre el futuro del país y peroraba sobre el de su incontestable líder. El alcalde de Madrid no habló casi nunca como alcalde, sino como hombre de Estado y futurible líder de la oposición el día que falte o falle Mariano Rajoy en el que tiene puestas todas sus esperanzas menos una, la aguerrida Esperanza que podría dar al traste con sus planes. Fue un programa plano, sin matices ni aristas, sin sobresaltos ni estrépitos, aplausos o abucheos. Gallardón estuvo bien, conocía el temario, igual que los espectadores preveíamos las respuestas, modelo de ortodoxia y corrección política, entendidas ambas al estilo del PP de cuya línea política no se apartó un ápice.

La única sorpresa se la llevarían los ingenuos que pensaban en un posible desmarque del alcalde de las posiciones más retrógradas de su partido, que esperaban captar, en algún resquicio, muestras de ese progresismo sui géneris que sólo han sabido ver y denunciar Jiménez Losantos y los de su cuadrilla. Ante el aborto, la educación para la ciudadanía, o la eutanasia, Alberto Ruiz Gallardón se mostró disciplinadamente reaccionario, fieramente ortodoxo, inamovible y olímpico.

El alcalde aprobó con nota su reválida para el tribunal examinador de su propio partido, no se permitió ni una veleidad, no hizo un chiste ni sacó los pies del tiesto en el que habrá de seguir plantado durante un largo tiempo de espera. Al alcalde de Madrid sólo se le ve entusiasmado, dentro de un orden, con sus quiméricas Olimpiadas, telón de fondo y cortina de humo que le protege, por el momento, de adentrarse en las traicioneras ciénagas de la lucha sucesoria, esos charcos en los que tan a menudo se mete su Esperanza.

Ruiz-Gallardón estuvo gris como su traje sin que la corbata, de un rojo apagado, nada que ver con la exuberancia cromática de sus compañeros de formación, pusiera un mínimo contrapunto, una alegría. Incluso pareció cortado unos instantes cuando el friki contratado al efecto le preguntó si tenía un cigarrito. Faltaron preguntas y faltó tiempo y sobre todo faltó ingenio entre los interrogadores y el interrogado. Aunque no faltó la obligada pregunta, una sencilla interrogación: ¿Por qué se ha inundado la M-30? En su respuesta Gallardón, tras exculpar generosamente a la climatología adversa, se dedicó a achicar el agua de su propio molino -"Se inundó un túnel, pero también bocas de metro..."-, para concluir minimizando el problema: "Es un fallo en un punto en kilómetros y kilómetros de túnel. Lo vamos a arreglar".

Por el momento es mejor abstenerse de circular por la M-30 en los días lluviosos, pero en cuanto Alberto solucione lo de la Olimpiada que le tiene en un sinvivir, baja de la nube y nos lo arregla.

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