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Columna
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Debates y reformas

A veces, cuando leo algunos comentarios sobre las circunstancias que se han dado en torno al asesinato de la niña Mari Luz, tengo la impresión de que quienes no hemos escrito en defensa del juez Tirado -ni en contra- empleamos nuestro tiempo en hacer trizas la imagen de un magistrado por el simple hecho de serlo y, por idéntica razón, a la de la Administración de Justicia. Y quedo perplejo cuando oigo y leo comentarios tan absurdos como para meter en el mismo saco a los padres de Mari Luz, por permitir que la menor caminara sola hasta el quiosco de enfrente de su casa, junto con los responsables políticos del caos administrativo y los profesionales que no han respondido a su función. Estas cosas que se leen y se escuchan nos trasladan la impresión de vivir en otro Estado, en otro tiempo. Un tiempo que para algunos fue el de la niñez, cuando nuestras madres nos decían que no nos alejáramos de casa con la amenaza de que venía el mantequero.

Pero ni vivimos en ese tiempo ni en ese Estado. El nuestro es otro y bien distinto. Nada más que por esta razón, ni la defensa a ultranza de un juez, ni la de la Administración de Justicia tal y como está merecen que se extienda la imagen de que en cada una de las puertas de nuestras casas existe aguardando un presunto pederasta asesino condenado y en libertad. No es así. Lo que ha quedado claro con este caso que tanto nos ocupa es que el desorden y el caos existentes en numerosos juzgados y tribunales no puede convertirse en coartada permanente para eximir de cualquier responsabilidad a los profesionales de toda clase que intervienen en la Administración de Justicia. Igualmente, ha demostrado que existen dos raseros. Uno para los jueces que, cuando se les abre un expediente, éste caduca a los seis meses. Y otro para secretarios y demás funcionarios, cuyos expedientes tardan el doble en caducar.

Realmente, pues, no se trata del caso del juez de Sevilla ni de unas posibles responsabilidades concretas -que también- si no que, a causa de este suceso, hayan salido a la luz pública cuestiones que permiten debatir sobre determinados privilegios atávicos que siguen existiendo en la Justicia. Un debate que, por otras razones pero coincidiendo con éstas, alcanza también a la forma de construirse y nutrirse de vocales el CGPJ.

El debate no es un juez. El debate es si a los jueces, como profesionales, se les puede exigir responsabilidad. El debate es, como también he leído, si a los jueces se les mira por sus actos sin valorar sus consecuencias o si, como al resto de los mortales, se tienen en cuenta las consecuencias que pueden derivar de sus acciones y omisiones. No hay más que pensar en si es lo mismo saltarse un stop un día de mucho tráfico sin más consecuencias que la infracción administrativa correspondiente o saltarse el citado stop y llevarse por delante un pelotón de ciclistas.

El debate es si los propios jueces determinan cuál debe ser su carga de trabajo, que es lo mismo que si los trabajadores establecen qué deben hacer todos los días para su empresa en cantidad, en calidad, en jornada y horario, o no. El debate es que si lo jueces que llevan, con el mismo reparto de asuntos que otros, el juzgado al día y cometen un error deben quedar responsables de sus actos mientras que quienes no lo están quedan exentos.

El debate en los medios es saber la clase de poder con el que cuenta cada juez y sus mecanismos de control. Si algunos de sus derechos no son sino privilegios que no aportan nada al ejercicio jurisdiccional. Un debate que, una vez más, pone de manifiesto que a este Estado le hace falta una reforma en profundidad del sistema judicial sin que persecuciones imaginarias, el traslado de parte de la responsabilidad a las víctimas de los delitos o la carga de trabajo sirvan de excusa para retrasarlo más.

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