Máxima profanación
En la Alemania de Hitler hubo un gran accidente ferroviario. En su prepotencia totalitaria, los nazis exigieron que el funeral se celebrara en la sede central de su partido, con su ritual partidista, tolerando, ante las protestas, que pudieran asistir algunos representantes de otras ideologías. ¿Cabe mayor manipulación, mayor deshonra, para las numerosas víctimas que no eran de ese partido, o incluso se habían declarado contrarias a sus principios? Sí: la que ocurre cuando se tergiversan las convicciones aún más íntimas y sagradas para muchos, es decir, las religiosas, y se manipula a los muertos, disfrazándolos con hábitos religiosos que nunca habrían endosado voluntariamente, montando unas pretendidas honras fúnebres que nunca hubieran consentido de estar vivos, en un templo al que nunca habrían acudido libremente, y por unos clérigos a los que nunca habrían aceptado. Y cuando todo esto se perpetra ante la presencia oficial de los máximos representantes del país, que en ese mismo acto están faltando a su deber fundamental de hacer cumplir la aconfesionalidad constitucional, en defensa de esos ciudadanos muertos.
Esa máxima profanación puede y debe provocar una masiva reacción de rechazo ciudadano contra esa, temporalmente latente, pero aún tan entera y dura dictadura episcopal, que pone desvergonzadamente la religión al servicio de unos intereses políticos.
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