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Columna
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Adiós, lugareños

Decía Luis Daniel Izpizua hace unos días en estas mismas páginas que las elecciones autonómicas que se aproximan van a girar, una vez más, en torno a nuestra identidad: a ver quién es más vasco o menos vasco. Que qué aburrido y qué deprimente. Desde luego.

Recuerdo con cierta cansada nostalgia una historia que cuenta el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, en su libro Identidad (Losada). Verán. Justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se elaboró en Polonia un patrón de población. El país era entonces un conglomerado de colectivos étnicos, de credos religiosos, de costumbres y de lenguas. Como se espera de un Estado moderno, los inspectores del censo estaban adiestrados para suponer que tenía que haber una nación para cada ser humano. Su labor consistía en recoger información sobre la nacionalidad que cada súbdito del Estado polaco se asignaba a sí mismo. Pues bien, los inspectores fallaron casi en un millón de casos: la gente a la que interrogaron ni siquiera era capaz de captar lo que era una "nación" ni qué significaba "tener una nacionalidad". A pesar de la presión y de las amenazas de multa, se ciñeron tozudamente a las únicas respuestas que tenían sentido para ellos: "Somos lugareños"; "somos de este sitio"; "me siento de aquí". Al final, los administradores del padrón tuvieron que claudicar y añadir "los lugareños" a la lista oficial de nacionalidades.

Qué fantásticas respuestas. ¿Quién no se siente "de aquí" (hemengoa, bertakoa), del lugar donde ha crecido y que puebla su memoria, del paisaje físico y humano en el que ha ido constituyéndose como persona? Pero los despistados polacos pronto aprenderían que eran eso: despistados "polacos". Y que "lugareño" deja de ser válido como identidad colectiva. El "aquí" de "me siento de aquí" es ideologizado, politizado en todas partes. Un relato normalmente euforizante lo construye como una gran patria a la que hay rendir veneración, que demanda sudores y, a veces, sangre.

Aunque el mecanismo no tiene nada de novedoso, lo que es llamativo es el protagonismo que ha tomado la cuestión de la identidad (individual y colectiva) en los últimos tiempos. Bauman afirma que el hecho asombraría a todos los sociólogos clásicos, desde Durkheim a Simmel, pues ninguno de ellos detectó la "identidad" como tema central en sus respectivas sociedades. La cuestión no constituyó un problema durante la mayor parte de la historia. Preguntar "quién eres tú" sólo cobra sentido cuando se cree que se puede ser alguien diferente al que se es. Cuando se puede y se tiene que elegir. Es ahora cuando la identidad aparece no como algo "natural", sino como algo a "construir", como algo indefinido, variable, fluido ("líquido", diría Bauman).

Frente a la zozobra que supone disponer de múltiples opciones de elección y tener la responsabilidad de construir la propia identidad personal, el discurso nacionalista ofrece la comodidad de apoyarse en una identidad colectiva fuerte: la seguridad de "pertenecer" a alguna parte, a un "pueblo", a un "nosotros" que brinda una clara orientación para la vida. En las próximas elecciones vascas mucha gente votará hemengoari, a los de "aquí". Y, desde luego, es un triunfo del nacionalismo vasco el hecho de que, en el imaginario de una grandísima parte de los ciudadanos, los de "aquí" sean sólo (o preferentemente) ellos...

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