Submarinismo celestial
Ahora que hemos perdido de vista el horizonte, ahora que buscamos un consuelo al fin del mar, sería bonito mentirnos pensando que el océano de Madrid es su cielo. Al regresar a la capital tras unas vacaciones en la costa no sólo se resiente nuestra piel alejada del barniz del salitre y los alisios, no son únicamente nuestros pies quienes echan de menos la orilla al calzarse los zapatos oscuros y herméticos como ataúdes, sino que queda huérfana la pupila. Durante estos primeros días de rentrée sufrimos una extraña miopía, los ojos buscan instintivamente el oleaje desaparecido, una inmensidad súbita y dramáticamente sustituida por la catástrofe de las oficinas, los atascos y los horarios.
En Madrid quien tiene un piso con vistas al pararrayos del vecino parece gozar de un tesoro
Por eso es buen momento para mirar hacia arriba desde esta tierra seca y encontrarnos con la ilusión de un piélago suspendido virando con la destreza y la ensoñación del Mediterráneo. Porque es cierto que nuestro firmamento posee un tornasolado especial, que se comporta como un manso espejo en los atardeceres y recoge la luz del principio del día con un entusiasmo infantil.
Sin grandes catedrales, monumentos o paisajes que defender, hemos convertido el cielo de Velázquez en patrimonio de la Villa, en uno de sus sutiles y gratuitos encantos. Eso sí, el cielo de día, cuando las nubes se enmadejan o rielan silenciosas o en esos instantes en que se evaporan para desnudar el azul. Porque el cielo madrileño por la noche, sin embargo, es ciego. La contaminación lumínica ha borrado la mayor parte de las estrellas y las constelaciones aparecen fragmentadas como un collar incompleto.
A lo mejor el cielo de olas que nos cubre nos ha proporcionado, sin darnos cuenta, la sensación de vivir sumergidos. Los madrileños rara vez levantamos la mirada, acostumbrados e inmunes a un firmamento que sí aprecian muchos visitantes. Sin embargo, hay algo de submarinistas en nosotros. Quizá la presión, el agobio, la falta de oxígeno que sufrimos a veces se deba a una subliminal congestión subacuática. Y es posible que ese inconsciente deseo de superficie sea el motivo de nuestra pasión por las alturas.
El paisaje de la ciudad es anodino. El panorama desde sus rascacielos no es singularmente hermoso, sino un caótico enjambre de edificios y avenidas, un tetris gris. Sin embargo, en Madrid quien tiene un piso con vistas al pararrayos del vecino parece gozar de un tesoro. Existe una novedosa y creciente pasión por las atalayas. Barcelona posee su Tibidabo, esa colina parecida a la de Los Ángeles sobre la que aparcan los enamorados de las películas para admirar desde lo alto la ciudad perlada de luces eléctricas. Sin embargo, esta meseta no alberga ningún observatorio natural y romántico y quizá por eso las edificaciones elevadas son tan preciadas.
Hoy están de moda las terrazas altas. Una de ellas es la del Gaudeamus Café, en la cúspide de un antiguo monasterio de las Escuelas Pías desde donde se divisa la corrala de Lavapiés. Los hoteles también están habilitando cafeterías en sus azoteas, como el Meliá Santa Ana; el hotel Puerta América, con un suelo de cristal de vértigo; o el hotel Urban, que ofrece amplias vistas al Madrid de los Austrias y refrescos a 9,35 euros.
Tradicionalmente, gran parte del encanto de las terrazas consistía en contemplar la calle, sentarse a ras de acera para ver pasar a la gente, sentirse en el centro de la ciudad, en un privilegiado palco frente al bullicio. Sin embargo, ahora se valora el aislamiento. Las terrazas más fashion son aquellas que brindan silencio, que nos elevan sobre el mundo, sobre los transeúntes, que nos disponen en un podio superior. Se está imponiendo el concepto de terraza cool, cara y de diseño, sin dióxido de carbono ni boquerones en vinagre.
Jean Nouvel no sólo ha diseñado el hotel Puerta América (en la avenida del mismo nombre), sino también la remodelación del Museo Reina Sofía, donde existe una terraza que, contra todo pronóstico, casi nadie usa. Abierta al público gratuitamente desde el 1 de agosto, sólo acuden a ella palomas y visitantes del museo extraviados. La mala señalización, la relativa belleza de las vistas y el sofocante calor potenciado por los materiales que rodean la terraza parecen la causa de este fracasado intento de emular la cafetería al aire libre del Pompidou.
Madrid ha entrado en la vorágine de los rascacielos descomunales como los de la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid, y cada vez se habilitan más azoteas y cafés panorámicos. Los áticos se cotizan como nunca en las nuevas construcciones de viviendas y probablemente pronto alguna empresa turística ofrecerá paseos en helicóptero sobre el centro. Pero más allá de contemplar Madrid desde el aire, hoy el gran atractivo es sentirse fuera del escenario urbano, la nueva gran experiencia es flotar impermeabilizado y solo sobre la superficie acuática del cielo.
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