La resaca olímpica
Los Juegos Olímpicos han supuesto un desafío para un poder, el chino, acostumbrado a controlarlo todo. Los múltiples agujeros en el sistema señalan que el camino correcto es la apertura y la transparencia
Se ha especulado mucho, y negativamente, sobre la capacidad de los Juegos para facilitar una evolución democrática en China. Si bien es verdad que el Pekín de hoy poco o nada tiene que ver con el Seúl de 1988, el vaticinio final pudiera resultar más complejo, habida cuenta que la necesidad de una cierta democratización parece interiorizada en el precavido y temeroso liderazgo chino a juzgar por las decisiones del XVII Congreso del Partido Comunista (PCCh) de octubre pasado y que, por sí sola, la represión como solución no parece una alternativa aceptable ahora para encarar algunos de los desafíos más destacados de la agenda china.
A este respecto, no debiéramos infravalorar la proyección de algunos frentes que, en lo político, han dejado abiertos los Juegos. El primero, y probablemente el más fácil de gestionar por las autoridades chinas, guarda relación con las actitudes adoptadas por algunos gobiernos occidentales que se han sumado a las críticas en materia de derechos humanos o de respeto a la identidad tibetana, entre otros. La presencia en la ceremonia inaugural de buena parte de los principales líderes de la comunidad internacional y la atlética bajada de cerviz de alguno dan cuenta de la capacidad de China para recomponer los "malentendidos" e implicar en sus estrategias a los actores económicos y políticos más influyentes de Occidente, cuyos nobles principios rivalizan mal con los sagrados intereses que deben defender. Pero las tensiones subsistirán.
La reforma exige un ritmo mayor para una gestión más democrática de las tensiones sociales
Hay un irrespirable nivel de corrupción que el Gobierno central no consigue atajar
El segundo afecta a la opinión pública internacional. Uno de los principales objetivos de China era utilizar estos Juegos para mejorar la percepción global de su emergencia. No obstante, no parece haberlo logrado, al menos en el grupo de países más desarrollados, donde numerosos medios de comunicación se han recreado en la divulgación del lado oscuro de su proceso de reforma. Esa negativa imagen de China, a veces descontextualizada, ya no sólo se ve afectada por el atraso, la pobreza o la repercusión de sus exportaciones en el empleo o la producción locales, sino también por otros asuntos, ya sean las controvertidas prácticas laborales, la inexistencia de transparencia informativa o la negación misma de valores globales. Paradójicamente, esta quiebra en la seducción global de China se produce al tiempo que el presidente Hu Jintao promueve reformas sociales y anuncia innovaciones políticas que, por otra parte, suponen un último intento de lograr la cuadratura del círculo: más democracia con más PCCh. En términos generales, la lectura exterior de estas iniciativas es objeto de rechazo poniendo al descubierto sus hipotéticas incoherencias al interpretarlas como un sucedáneo incapaz de propiciar cambios significativos, ya sea mayor igualdad o una más efectiva participación social.
El tercero afecta al orden interno y a las expectativas de democratización de la propia sociedad china. Los líderes del PCCh hace tiempo que han tomado buena nota de la dificultad de mantener a largo plazo su estrategia de dos velocidades. Saben que no pueden ignorar ciertas críticas, aunque respondan a ellas con evasivas que tanto se nutren de la singularidad civilizatoria, de su desigual desarrollo social o del recurrente patriotismo. Pero el propio ritmo interno de la reforma puede exigir una mayor concreción, forzada no tanto por las demandas de las capas medias o los nuevos poderes económicos, bien acomodados en la situación actual, como por la necesidad de abrir espacios que permitan una gestión más democrática de unas tensiones sociales que podrían agravarse en esta etapa postolímpica y cuyo desenlace, bajo ningún concepto quisieran dejar al azar.
Las turbulencias internas proliferan en China, aguzadas, de una parte, por la incertidumbre de una situación económica en la que se advierten signos de cierta inquietud (aumento de la inflación, de los precios de los alimentos, crisis inmobiliaria y de la Bolsa, etcétera). En una economía en transición como la china, el Gobierno dispone aún de poderosas palancas para influir de modo decisivo en el control de ciertos fenómenos, como ha podido demostrar durante la celebración de los Juegos con el propósito de garantizar la estabilidad general. No obstante, pese a intentarlo visiblemente, más difícil puede resultarle encarar en positivo los desafíos sociales que erosionan su legitimidad cuando el crecimiento se modere y las dificultades sigan creciendo si, como parece, los problemas que enfrenta no son fenómenos coyunturales sino estructurales y derivados de las incongruencias y asimetrías del propio sistema.
Los notables éxitos reflejados en el medallero olímpico y el paseo espacial programado para octubre ofrecerán otra pequeña tregua, pero difícilmente pueden subvertir el clima social subyacente y que algunos viejos dirigentes comparan ya, abiertamente, con el existente en tiempos del Kuomintang por ese irrespirable nivel de corrupción que el Gobierno central no consigue atajar. La "benevolencia" del PCCh pierde crédito ante el olvido de la "virtud", a pesar de la inmensa transformación que ha propiciado en las últimas décadas, positiva en muchos aspectos aunque siempre a caballo de abusos y otros múltiples efectos perversos.
Descartado el inmovilismo y con la credibilidad del PCCh así de afectada, a pesar del elevadísimo nivel de ocupación socio-política que ha desplegado y su nuevo perfil tecnocorporativo, difícilmente le bastará con demonizar a los "enemigos" del renacimiento de China para disponer de los recursos morales que le permitan seguir cohesionando en exclusiva tan complejo magma, calmando las ansias de una reforma política que podría abrir otras vías de satisfacción para quienes hasta ahora han resultado escasamente beneficiados por el cambio. A poco sabrán también los intentos de reconducirla por la vía de la transformación del PCCh en un eficaz cuerpo de administradores que haga innecesaria cualquier forma de pluralismo efectivo. Ese debate, ya presente y abierto en los medios académicos, pudiera ser la clave de la próxima renovación generacional, prevista para 2012.
Los Juegos han supuesto un desafío de apertura para un poder acostumbrado a manejarlo todo desde arriba, incluido el fomento del impulso cívico desde la base. La opacidad y el maquillaje informativo, duramente sometidos a prueba, fueron parte de una misma estrategia que, en rigor, no puede darse por exitosa. Los múltiples agujeros advertidos no sólo dan cuenta de la inutilidad del empeño en controlarlo todo sino, a sensu contrario, de la fortaleza añadida que puede suponer la transparencia. Habrá balance e interpretaciones diferentes de dicha gestión y es probable incluso un primer apagón momentáneo, pero será imposible sostenerlo siquiera a corto plazo. China sólo puede abrirse más.
El mayor contacto y exposición al exterior que han significado los JJ OO dejan tras de sí un legado que fortalecerá el debate sobre la transformación democrática. Es verdad que, por el momento, quizás no tanto como principio y sí más como instrumento para proyectar una nueva estabilidad, pero alejando aquella otra percepción que identifica la pluralidad como un mero mecanismo de penetración destinado a facilitar las alianzas de poderes locales e intereses ajenos empeñados en lograr la sumisión y docilidad de la nueva potencia económica.
La disyuntiva entre reeditar el paternalismo confuciano, como nos sugirió la ceremonia inaugural, recuperar el control partidario y gubernamental de los tímidos impulsos de apertura promovidos al abrigo de los Juegos, o democratizar de forma efectiva la sociedad y sus relaciones con el poder, quizás siguiendo el ejemplo taiwanés (que coincidiendo con los Juegos ha admitido el registro del Partido Comunista de la isla, ilegal desde 1931 en la China nacionalista), abriendo camino a un ejercicio progresivamente independiente en áreas decisivas (la justicia, medios de comunicación) y a otra visión de la gestión de conflictos que favorezca la erradicación de temores obsesivos, es la cuestión central sobre la que deberá pronunciarse esa amplia e influyente intelectualidad china que, desde dentro, comulga parcialmente con algunos segmentos del poder, al tiempo que pondera un cuestionamiento esencial de las políticas públicas y acomete una redefinición del concepto de estabilidad, auténtica clave del avance o retroceso del proceso democratizador en la China actual.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China (Casa Asia-IGADI).
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