Indignación
Las cadenas británicas arden de indignación y claman venganza. El objeto de su ira es Paul Francis Gadd, un viejo cantante que triunfó allá por los setenta bajo el seudónimo de Gary Glitter. En 1999, el tal Gadd fue condenado en el Reino Unido por posesión de pornografía infantil e incluido en el registro de delincuentes sexuales. Luego inició un periplo por Camboya y Vietnam, donde fue condenado por cometer "actos obscenos" con varias chicas menores de edad, la más joven de 11 años. Ahora será devuelto a las autoridades británicas, que, de momento, no pueden condenarle por nada.
El caso Glitter, unido al de otros pedófilos que han tratado de ocultarse, y satisfacer sus inclinaciones sexuales, en países del sureste asiático, ha encrespado a la opinión pública. El problema del turismo sexual, en su rama pedófila, se ha convertido en uno de los temas del verano. El Gobierno laborista parece considerar que el registro de delincuentes sexuales, que, a diferencia del utilizado en Estados Unidos, no es público y constituye sólo un instrumento para que la policía y los servicios sociales monitoricen a las personas incluidas en la lista, resulta insuficiente. Ahora se plantea retirar el pasaporte a los condenados por ese tipo de delitos, y mantenerles bajo control judicial (no policial) de forma indefinida.
La medida no carece de fundamento, porque las víctimas de los crímenes sexuales contra menores son extremadamente frágiles. Y, sin embargo, entraña un aspecto perverso: reconoce que el delincuente sexual muestra características especiales, una pulsión morbosa, algo similar a una enfermedad, que le hace propenso a reincidir. Se le aplica la misma lógica que a un demente cuando se trata de eternizar la condena, pero se le considera del todo consciente y responsable de sus actos en el momento de juzgarle y castigarle.
Incluso un diario conservador como The Times subrayaba ayer que un criminal puede estar cuerdo o mentalmente enfermo, pero no ambas cosas, y que quien ha cumplido una condena debe volver a ser libre, a todos los efectos. Las objeciones de ese tipo apenas cuentan cuando la opinión pública y su brazo rentable, los medios de comunicación, reclaman medidas urgentes. Yo, sin embargo, considero importantes las objeciones. Me inquieta el acoso judicial, incluso cuando afecta a pedófilos convictos. O a asesinos múltiples incapaces de arrepentirse.
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