El Supremo

Augusto Roa Bastos no debía de llegar al 1,60 de estatura, y tenía una fuerza descomunal. Era seductor, también. Un escritor grande, Monterroso, también era pequeño. Monterroso, guatemalteco que sufrió la dictadura, decía que los bajitos tenían un sexto sentido para reconocerse entre ellos. Él reconoció a Roa como un igual, siempre. Iguales también en exilios, uno escapando de la dictadura militar de Guatemala, y el otro huyendo de las sucesivas dictaduras paraguayas. Los dos tuvieron la oportunidad de regresar a sus países, y ambos lo hicieron convalecientes de las heridas de la salud y del tiempo.
Roa forma parte de los escritores latinoamericanos (los del boom, sobre todo, además de Miguel Ángel Asturias, guatemalteco también, el autor de El señor presidente), que retrataron el alma perversa de los dictadores. En su caso, escribió Yo, el Supremo, sobre un antecedente de todos ellos, José G. Rodríguez de Francia, que mandó de manera omnímoda y chunga sobre su país durante veintiséis años, hasta 1840. Después y antes de ese libro, él sufrió varios exilios, y estuvo a punto de tener el último en Alcalá de Henares, pero pudo volver a Paraguay, donde murió en 2005.
Ayer recordaba esa novela y a su autor de nariz prominente y risa ensimismada mientras veía en el telediario (TVE-1) las imágenes de entronización del nuevo presidente, Fernando Lugo, un ex obispo. María José Ramudo, la enviada especial a Asunción, trajo a la pantalla el nombre de Roa, y lo recordé, triste e incómodo, sin saber dónde estar, sabiendo de donde era. Un ex obispo ahora puede tachar para siempre su tristeza, pero él ya no está para saber que su país tiene una rendija de esperanza, después de tanto saqueo.
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