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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El dolor de la existencia

La literatura italiana de la posguerra dejó algunos libros memorables, pero ante la sorpresa de El mar no baña Nápoles empezamos a olvidarnos qué se contaba en aquellos libros. Quizá sea la obra más original, más auténtica, más valiente escrita en italiano en la segunda mitad del siglo XX. La voz de Anna Maria Ortese (Roma, 1914-Rapallo, 1998) fluye, como ella misma reconoce en el prólogo escrito cuarenta años después, por las venas de la "neurosis". Un visceral rechazo de la realidad y un profundo desarraigo, consecuencia del carácter retraído e independiente de su autora y también de su pobreza, orquestan cinco narraciones magistrales escritas en la luminosa fiebre de la noche.

El mar no baña Nápoles

Anna Maria Ortese

Traducción de Francesc Miravitlles

Minúscula. Barcelona, 2008

223 páginas. 16 euros

Más información
Una niebla de incógnitas
El mar no baña napoles (Fragmento)

Sólo las dos primeras son relatos puros y las tres restantes entran en la línea de sombra que une ficción (espacio mental) y realidad (instante en el tiempo). Unas gafas, cuento de corte clásico, abre el libro para abrirnos los ojos acerca de lo que se nos viene encima: un exagerado amor y odio por Nápoles. A Eugenia, una pobre niña cegata, su amargada tía Nunzia le regala unas gafas muy caras. La niña, que antes veía con los complacientes ojos de la imaginación, se enfrenta de golpe con la fealdad de la vida: "Como un embudo viscoso era ese patio, con la punta hacia el cielo y las paredes laceradas llenas de miserables balcones". De la mirada horrorizada de la niña pasamos a escuchar el rumor que emite la "oscura sustancia de vivir" en Interior familiar. Aquí la protagonista es la solterona Anastasia, que sostiene a la familia en Monte di Dio. La débil promesa que supone la aparición de un antiguo novio renueva su sangre y ve con dolor que su vida hasta entonces sólo ha sido "esclavitud y sueño". Es el día de Navidad y el ajetreo de su madre en la cocina y de sus hermanos y vecinos la aturde. En este relato la dureza del estilo contrasta con la delicadeza del reflejo emocional que proyectan los personajes, creando una atmósfera vívida y al tiempo surreal, a medio camino entre lo descriptivo y lo visionario.

Tras el breve apunte de Oro en Forcella, escena de la picaresca del hambre, con la madre mendiga actuando como una prima donna en la oficina de empeños, nos adentramos en el oscuro corazón de este libro: La ciudad involuntaria. Aquí empieza el delirio. El neorrealismo nunca alcanzó tales cotas de representación y autenticidad porque se apoyaba demasiado en la crónica, en el poder superficial de la anécdota. La Ortese sufre subjetivamente en el escenario de la existencia y grita ese dolor mediante piruetas del pensamiento, símiles fantásticos, misticismo. La ironía es superflua, la mirada que traspasa los infinitos velos de "lo real" excluye la sátira costumbrista. Estamos en uno de los Granili, enormes edificios de los suburbios costeros de Nápoles donde se hacinaban los sin nada. Familias enteras viven en una noche perpetua. Son sombras que se arrastran en su propia basura, donde el caos está dirigido por un vago régimen de clases. Si en los tres primeros relatos hay un decidido propósito de individualizar la vida napolitana, aquí el sujeto es la multitud, una muchedumbre perdida en el vano de una escalera rota. La muerte de un niño, Scarpetella, es la muerte de todos esos niños que revientan las callejas napolitanas "donde la naturaleza arrecia y toda la razón del hombre está en el sexo, la conciencia en el hambre".

El talento de Anna Maria para expresar lo no visible llega al máximo en El silencio de la razón. Una sibila recorre Nápoles a la caza de sus antiguos compañeros de letras entre los que vivió el espejismo del arte antes de la guerra. La mayoría ha sucumbido a la ciudad: Luigi, Grassi, Gaedkens, Prunas están acabados y ella lo certifica, detalladamente, con estupor y sin lágrimas. Otros, como Rea -"una naturaleza epiléptica y continuamente sorprendente"-, han logrado fama y tienen aún ambición. La severa vidente recorre alucinada esas "calles difuntas", esos paisajes de "inmovilidad enrarecida", Nápoles, "una colada de lava hecha de pus y dólares". Y en ese paseo de espectros respira "un miedo mayor que cualquier sentimiento". Entonces arremete: "Todo, aquí, olía a muerte, todo estaba profundamente corrompido y muerto, y el miedo, sólo el miedo, vagaba entre la muchedumbre de Posillipo a Chiaia".

Llegados hasta este punto pensamos en cómo se parece este libro maravilloso y duro a Dublineses. Ortese hace de Nápoles lo que Joyce hizo con su ciudad (lo que Thomas Mann hizo con Lübeck), condenándose como ellos al destierro. Ambos libros extraen de la nostalgia una nueva fuerza expresiva y levantan página a página una lengua única, privada, mientras constatan con rabia ese sentimiento lúcido y amargo de la imposibilidad de rebelarse contra una vida (contra la ciudad) que tiene sus caminos ya trazados, por absurdos y miserables que sean. Y por encima de eso, comparten lo más esencial: la disposición febril, neurótica, que llevó a escribirlos. -

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