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Reportaje:ARQUITECTURA

El hombre que elige las estrellas

Anatxu Zabalbeascoa

El alemán Rolf Fehlbaum es el gran precursor del coleccionismo arquitectónico contemporáneo. Pero es también alguien que, siendo dueño de la colección de arquitectura con más premios Pritzker por metro cuadrado del mundo, ha demostrado tener una visión que funciona tanto hacia el futuro como hacia el pasado. Ha tenido tanto ojo para descubrir talentos como para recuperarlos. Fue Fehlbaum quien encargó a Frank Gehry su primer edificio europeo antes de que el canadiense soñara con hacer el Guggenheim de Bilbao. Él quien le dio a Zaha Hadid la oportunidad de levantar su primer edificio. Y de nuevo, él quien le pidió al japonés Tadao Ando que construyera su primera obra en Europa. Pero este empresario alemán, nacido en Basilea en 1941, quita importancia a ser el primero. Se limita a seguir su instinto. Así, mientras construye un nuevo pabellón fabril, con la japonesa Kazuyo Sejima, y un centro de exposiciones, con Herzog & De Meuron -autores del estadio olímpico de Pekín-, se ha dedicado a recuperar obras maestras de la arquitectura. En su Campus Vitra de Weil am Rheim (Alemania), la mítica Dinamixation House de Bukminster Fuller hace de pabellón de acogida a una colección en la que acaba de llegar otra pieza única: la gasolinera que diseñó Jean Prouvé en los años cincuenta, reconstruida aquí tornillo a tornillo. De paseo por sus edificios, Fehlbaum cuenta su historia.

Más de 80.000 personas visitan cada año la colección, el microcosmos arquitectónico más famoso del mundo
"Ni algo tan denostado como la arquitectura espectáculo está al alcance de cualquiera. Hay que saber hacerlo"

Todo empezó con un incendio. En 1981 se quemó la fábrica de su familia. "Ese desastre nos forzó a pensar". Cuatro años más tarde Nicholas Grimshaw levantó un nuevo edificio en terrenos nuevos. En seis meses. Por entonces Grimshaw era uno de los arquitectos del nuevo high tech británico. Todavía no había diseñado la estación londinense de Waterloo que le reportaría fama mundial, pero ya apuntaba maneras y a Fehlbaum le gustó asociar su fábrica a la alta tecnología. Le gustó tanto que le encargó el master plan con el diseño completo de todos los inmuebles de la fábrica.

La tecnología punta iba a ser la cara de la empresa. Pero algo ocurrió. Willi, el patriarca de la familia, cumplió 70 años. Como regalo, Rolf y sus hermanos le encargaron a Claes Oldenburg una monumental escultura con un martillo, unos alicates y un destornillador, las herramientas que se emplean para tapizar sillas. Aquella pieza pop iba a cambiar la vida de la familia. Y la de aquel pueblo alemán, a 14 kilómetros de Basilea, donde Vitra tiene su fábrica. Hoy, más de 80.000 personas visitan anualmente las instalaciones, convertidas en el micromundo arquitectónico más famoso del mundo.

Rolf Fehlbaum saca un plano antes de empezar el recorrido. A un lado queda la ciudad de Weil, con 25.000 habitantes. "Mi abuelo tenía una casa más o menos donde estamos ahora. Tras la guerra, en 1950, mis padres levantaron la primera fábrica. Producían vitrinas para tiendas. Vitra viene de vitrina. Luego, mi madre tuvo la idea de ir comprando tierra, pedazo a pedazo, a los agricultores", comenta. Es cierto que la zona es un zurcido de minifundios. Así, aunque las instalaciones de Vitra ocupen miles de metros, los edificios no están aislados. Son el vecino excéntrico de un grupo de viviendas con tejados de pizarra y geranios en las ventanas. ¿Pero cuándo nació la idea de coleccionar edificios? ¿Qué hizo que este empresario no continuase con el plan urbanístico que Grimshaw había ideado y apostase por iniciar la mayor concentración de arquitectura de vanguardia del mundo? Fehlbaum sostiene que la pluralidad de estilos en sus edificios refleja su manera de ser. "Uno va cambiando. Y evolucionando. No me gusta planificar mi vida. Prefiero ir viviéndola", dice. Y considera que su colección se inició por azar cuando instalaron la escultura de Oldenburg. "La pusimos frente al edificio de Grimshaw y, de repente, algo cambió. No sabría decir qué. Pero aquello era algo nuevo. Otra cosa. Y era bueno".

Claes Oldenburg trajo de la mano a su íntimo amigo, Frank Gehry, que, por entonces, no andaba sobrado de encargos. Fehlbaum asegura que nunca tuvo en mente construir una colección de edificios, pero con la entrada de Gehry se acababa el plan antiguo. "Fue una corazonada. Quería que Gehry hiciera un edificio: un museo para mi colección de sillas". Cuando, en 1989, Fehlbaum pudo ver la relación que se establecía entre el museo de Gehry, la fábrica de Grimshaw y la escultura de Oldenburg se dio cuenta de que allí había algo más que una suma. "Grimshaw no pensaba lo mismo. No supo ver mi idea. Tal vez no fuera una idea, sólo una intuición. Los edificios reaccionaban unos con otros. Gehry fue amable con el de Grimshaw. No trató de competir. Era como tener un edificio barroco y otro minimalista. Eran distintos pero no discutían. A partir de ahí fue fácil pensar en edificios diversos".

Algo reforzó esa idea. Desde 1957, Vitra había funcionado asociada a la mítica productora de sillas norteamericana Hermann Miller. Pero en los ochenta, los americanos decidieron ir por libre. Vitra se quedó con la producción de los Eames y la de George Nelson, pero sin identidad. Como a Fehlbaum le interesaba la arquitectura pensó en esa baza, en sacar de un edificio una identidad. La decisión natural hubiera sido recurrir a sus vecinos, los suizos Herzog & De Meuron, con despacho en Basilea, a quince minutos en coche, y, ya por entonces, llamados a convertirse en lo que son hoy: uno de los mejores estudios del mundo. "Eso hubiera sido lo natural", admite el empresario. "Pero yo no quería nada que tuviera que ver con nuestra región. Quería construir una tierra de nadie, no una tierra de Vitra. La idea fue encargar edificios que nunca hubieran podido estar aquí sin nosotros".

Pese a pensar a lo grande, Fehlbaum tiene los pies en el suelo. En todo momento recuerda que su hazaña hoy sería imposible. Pero fue posible porque llegó el primero. Remontémonos a los años ochenta. Los arquitectos que contrató eran mucho menos conocidos que ahora. Posiblemente hoy no podría pagarlos. Y no había correo electrónico. "Tadao Ando nunca había construido fuera de su país y le fascinó poder hacerlo". El japonés aterrizó en Vitra, junto al museo de Gehry, frente a la fábrica de Grimshaw. Fehlbaum había visitado algunos de sus templos. Eran lugares pequeños, recogidos, radicales. Y eso le encargó: "Pensé en un pabellón del silencio, que es casi kitsch como idea, pero luego me pregunté para qué necesitábamos un pabellón del silencio. Y decidí hacer un pequeño centro de conferencias, que es lo que tenemos". Mientras caminamos hasta el pabellón, Fehlbaum señala la huella de unas hojas que quedó grabada en la pared de hormigón. Representan los dos árboles que Ando tuvo que cortar para levantar su obra.

Acto seguido, Fehlbaum explica cómo le dio su oportunidad a Zaha Hadid. Una oportunidad que les reportó a los dos más portadas en revistas de arquitectura de las que ningún otro edificio logró hasta la construcción del Guggenheim de Bilbao. "Un día le pedí a Zaha Hadid una silla porque me gustaban sus dibujos. Aceptó el encargo, pero no la hizo. Con el tiempo, en 1993, se lo cambié por el diseño de una estación de bomberos que necesitábamos". Si Vitra tiene un punto fuerte es la habilidad para trabajar con autores diferentes. "Con un arquitecto estrella ganas algo y pierdes algo. La figura del profesional que se vincula a la firma, que permanece resolviendo los problemas de la empresa durante años, está desapareciendo. La arquitectura se está convirtiendo en una herramienta de comunicación. Eso altera el papel del arquitecto. Aunque ofrece nuevas oportunidades. Pero si el arquitecto se pierde en el mensaje, los edificios se resienten y dejan de cumplir su función fundamental. Si uno está hoy en Singapur y al día siguiente en Londres puede perderse en las traducciones. Ni el mejor arquitecto firma obras maestras con todos sus trabajos. Ni siquiera algo tan denostado como la arquitectura espectáculo está al alcance de cualquiera. Hay que saber hacerlo".

La última intervención del Campus está, en realidad, fuera de él. Es una parada de autobús transparente en la que dos sillas de los Eames aparecen como lugares flotantes. Como si la propia parada fuera un espejismo. La ha firmado Jasper Morrison: "El ayuntamiento quería ponerme una parada delante de la fábrica. Yo pregunté si podíamos hacerla nosotros. Nos dieron el dinero de una marquesina habitual y pusimos el resto". En medio del panorama de estrellas de Fehlbaum destaca la austera fábrica que el portugués Álvaro Siza levantó en 1994. "Me parece un arquitecto ejemplar: discreto, modesto y brillante. Es una estrella contra su voluntad. Es íntegro", dice.

A fuerza de descubrir arquitectos, Rolf Fehlbaum se ha convertido en una persona muy influyente en el mundo de la arquitectura. No sólo por los encargos que hace, sino también como jurado del Premio Pritzker. Es, pues, la persona idónea para explicar qué debe tener un arquitecto para obtener ese premio Nobel oficioso de la arquitectura: "A mí me interesa la gente que trata de hacer algo diferente. Me parece necesario que haya gente que trate de hacer las cosas bien. Pero lo que me interesa de verdad es quien trata de hacerlas de otra manera. No por la novedad sino porque son capaces de ver algo que nadie ha visto antes".

Cuando Frank Gehry construye para el Pato Donald

Los poderosos lo sabían. Faraones o papas conocían el secreto: la suma de monumentos no hace una ciudad. Para construir grandes urbes se necesita un urbanismo capaz de ensalzar emblemas sin entorpecer la vida diaria. Sin embargo hoy, en muchas ciudades, esa convivencia entre edificio y lugar se está perdiendo. La notoriedad de los edificios de vanguardia ha empujado a muchos políticos a coleccionar inmuebles con firma para convertirlos en reclamo turístico. En España tener un foster ya no es extraordinario. El de Bilbao (el metro) está considerado el mejor, frente al menos afortunado de Valencia (Palacio de Congresos) que sin embargo fue el primero. El primer calatrava peninsular (puente de Bach de Roda en Barcelona) también figura como un logro frente a los calatravas valencianos que son, sin embargo, más espectaculares.

¿A cuándo se remonta la fiebre coleccionista? Antes de que se desatara, algunas empresas habían tanteado el terreno. De Disney al Guggenheim o de Prada a la TDIC de Abu Dabi, son muchas las firmas que han elegido convertir sus sedes en emblemas. Con los proyectos de Gehry y Koolhaas, el Guggenheim se considera pionero en este coleccionismo. Pero se suele olvidar que muchos, de Isozaki a Michael Graves con Gehry incluido, ensayaron sus edificios amparados por el dulce atrevimiento de una firma como Disney. El mundo arquitectónico desestima esas iniciativas -algunas del calado de una ciudad a lo show de Truman como Celebration- por considerarlas poco serias. Sin embargo, nada más chic que ser el elegido para firmar los edificios-reclamo de Prada (Herzog & De Meuron, Koolhaas o Sejima) o Hermès (Renzo Piano) y nada más altruista que diseñar un Maggie's Center, un centro de día para enfermos de cáncer que cuenta con proyectos de Gehry, Rogers o Hadid. Como Giorgio Armani, la italiana Benetton encargó sus instalaciones a Tadao Ando y abandonó una relación con Afra y Tobia Scarpa. Era la época minimal. Hoy el espectáculo gana la partida. Está probada la rentabilidad del binomio arquitectura y vino. Sin salir de España hay bodegas de Moneo, Calatrava, Rogers y, por supuesto, Gehry. Y no es que el vino necesitara espectáculo. Es que la arquitectura es la mejor inversión publicitaria: siempre visible, hoy es además vistosa, duradera y, a veces, incluso útil.

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