Una lectura fascinante de Bartók
Con el programa dedicado a Béla Bartók volvió a Salzburgo un gran espectáculo, de esos que definen la personalidad de un festival. No se trataba solamente de una brillante dirección musical, o del concurso de unos cantantes en estado de gracia, o de una atinada puesta en escena. Alrededor de El castillo de Barba Azul se generó una de esas tardes soñadas en las que voces, orquesta, teatro y plástica se complementan en una intencionalidad común que catapulta las dimensiones más ocultas de la obra de partida.
La única ópera de Bartók se suele acompañar, por razones de duración, por títulos líricos de Richard Strauss, Janácek o Schönberg, para en la combinación llegar a una longitud habitual. El director de orquesta Peter Eötvös, húngaro de nacimiento y, en cierta medida, heredero espiritual de Bartók, pensó que con quien mejor puede congeniar Bartók es con el propio Bartók. Así, antes de llegar a la ópera propiamente dicha, se interpretaron las Cuatro piezas de orquesta, opus 21, de muchas correspondencias temporales y temáticas con El castillo, y la posterior Cantata profana, ambientada para la ocasión en una inquietante atmósfera pictórica de Daniel Richter, con el coro de la Ópera de Viena -estupendo- situado en unas pequeñas ventanas integradas en la escenografía. No hay pausa entre la obra orquestal, la cantata y la ópera, con lo que la concentración es inevitable.
El director de escena holandés Johan Simons -que realizó hace unos años un interesante trabajo sobre Verdi con materiales de antracita en la Trienal del Ruhr- plantea El castillo de Barba Azul, desde el despojamiento, recreando los climas de misterio, fantasía y cuento en cierto modo perverso que posee la obra inspirada argumentalmente en Perrault y matizada en el libreto por Béla Balázs. Pero sobre todo Simons se centra en la dirección teatral de la enigmática pareja protagonista, extrayendo de sus relaciones deseos complejos alrededor del eterno conflicto entre el amor y la muerte. Falk Struckmann y Michelle DeYoung están espléndidos como Barba Azul y Judith, tanto vocal como escénicamente. Llevan al límite sus ideas, se vacían.
Peter Eötvös es un músico que genera confianza en todo lo que hace. Como compositor de ópera, causó una revolución con su adaptación de Tres hermanas, de Chéjov, cantada por contratenores. Tiene el teatro metido en las venas, y eso se palpó en la fuerza, virtuosismo sonoro y profundidad que imprimió a sus versiones de Bartók al frente de una Filarmónica de Viena, una vez más deslumbrante, sección por sección, instrumento a instrumento, y, por supuesto, en su concepción de hacer música juntos. Eötvös encendió la mecha y sacó fuego de la orquesta. Bartók sonaba con una modernidad aplastante.
Lo más impactante del espectáculo fue la sensación de inteligencia que desprendía en la asociación de los diferentes elementos puestos en juego. Sorprendía la estética de la escena, hechizaba la música. El público se quedó embelesado. Aplaudió a rabiar. Incluso a los del equipo escénico, normalmente tan denostados en apuestas de riesgo. Salzburgo recupera con esta ópera el espíritu de vanguardia que caracteriza a las mejores producciones del festival. La versión de Johan Simons de 2008 es una buena heredera de la de Robert Wilson en 1995. El castillo de Barba Azul trae buena suerte al festival.
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