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OIGO LO QUE VEO | MÚSICA
Columna
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Malditos sentimientos

Lleva ya unos meses en las librerías la maravillosa novela de James Agee Una muerte en la familia (Alianza), complemento perfecto a su no menos extraordinario Elogiemos ahora a hombres famosos que, agotada la vieja edición de Seix Barral, ha recuperado con admirable criterio Backlist. Ahí el escritor se unía al fotógrafo Walker Evans para darnos un testimonio sobrecogedor de la realidad del campo norteamericano en los años treinta del pasado siglo. Pues bien, utilizando el prólogo de la novela de Agee -y no un poema de éste, como se empecinan en indicar los comentaristas poco leídos-, el compositor americano Samuel Barber escribió una de sus piezas más memorables, una suerte de mínima escena dramática en la que un niño narra lo que pasa ante sus ojos en una tarde del verano de 1915 en Knoxville, Tennessee. Y ése es su título: Knoxville, Summer 1915.

Pobre Barber, víctima de la moda que iba contra todo lo que gustaba, contra lo que se dirigía directamente al corazón por considerar que eso era una trampa musical, como si la intención no fuera siempre ligada a la forma, como si lo sensible hubiera de ser siempre sentimentaloide, ayuno como estaba, para sus detractores, de verdadera raíz intelectual. Lo mismo le sucede al autor con el Adagio para cuerdas, una idea memorable. Y otro tanto con el Concierto para violín y orquesta. Barber figura en cabeza de esa lista maldita de música del siglo XX, compartiendo con Rachmaninov las iras de los defensores de la verdad sin mácula. Añadamos a Puccini, de quien no hay más que escuchar las pestes que le dedica, por ejemplo, Gerard Mortier, el nuevo director artístico de la New York City Opera, y completaremos el trío maldito de la música de los últimos ciento y pico años. Los partidarios de que la letra con sangre entra tenían su coartada pero Puccini le gustaba a Stravinski, por ejemplo. ¿Qué hay en una pieza maestra como Turandot de abominable, sentimentalmente hablando, como no sea la contumacia del irresponsable príncipe que antepone su pasión a cualquier otra consideración razonable?

La música es tan grande, tan inabarcable como el espíritu humano. Y por eso ese mismo espíritu navega libremente por ella, con tiempo para llorar con Madama Butterfly y aterrorizarse con Wozzeck, dos casos en los que se llega al presunto exceso por la vía de la presentación de lo real sin trampas. Lo que les diferencia de otros casos menos lucidos es precisamente su estética, que no sólo se adecua al sentimiento a presentar sino que muestra por sí misma sus valores. Pero, claro, es mejor negarlo desde el momento en que tal anhelo expresivo choca con la cofradía. Del otro lado, sin embargo, las cosas pueden verse de manera distinta. ¿Quién negaría hoy el valor de las vanguardias ya asimiladas, filtradas y situadas cómodamente en la academia? Una centuria da de sí y en la casa de la música hay muchas moradas. Escuchen Knoxville -a Dawn Upshaw, a Sylvia McNair a Eleanor Steber- y se sentirán un muchacho que después de mirar a su alrededor se pregunta quién es.

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