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Tribuna:TRIBUNA
Tribuna
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El caso CASM

Empecemos con los hechos. El Departament de Cultura de la Generalitat ha decidido cancelar el proyecto del Centro de Arte Santa Mónica (CASM), obligando a su director, Ferran Barenblit, en el cargo desde 2002, a dimitir abruptamente, e impulsando un nuevo proyecto, llamado Centro de Cultura, Pensamiento y Comunicación, cuya responsabilidad ha asumido Vicenç Altaió. Las razones aducidas por el departamento son el escaso público que acude al centro, su falta de proyección y la necesidad de dar más representación a artistas supuestamente invisibilizados por los programas museísticos que apuestan por artistas "emergentes".

Pero los hechos no son nada sin los procesos que los definen. Creado en 1988, el CASM representó un parche en el marco de una ausente política artística dedicada a promoción y no a la producción. El CASM se concibió como un reflejo de la política artística española por la que sus dirigentes han sido también los comisarios de sus programas: una patrimonialización lastrada por el éxito de la política artística de los años cincuenta. Así, Josep-Miquel García, su primer director (1987-2002), asumió tanto la dirección de la Delegación de Artes Plásticas del Gobierno como la dirección comisarial del CASM, de la misma manera que, en 1986, el Gobierno socialista unificaba el Centro Nacional de Exposiciones y el Reina Sofía en la figura de Carmen Giménez. El Estado se convertía de nuevo en arte y parte, en "garante" de la calidad cultural, obviando la gestión y reflexión independientes, y la diversidad de prácticas sociales y políticas. El necesario divorcio entre las dos funciones llegaría en 2003, cuando el Gobierno tripartito desgajó al director del CASM de la figura del delegado de Artes Visuales.

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Esa profesionalización de la dirección tampoco supuso una reformulación de los presupuestos conceptuales del centro en una época de claras transiciones en el mercado cultural. Barenblit no supo sugerir un programa que despejara las nuevas dinámicas sociales e instrumentales del mundo del arte y definió su proyecto en clave "liberal": "el mejor programa es no tener programa". La programación se reveló, en general, errática, formalista y fundamentada en criterios como la ironía y la "ligereza", pero sin presupuestos conceptuales y productivos que les dieran empaque. Las apelaciones del director al modelo kunsthalle no vinieron acompañadas de una reflexión sobre el importantísimo papel que las comunidades locales tienen originalmente en esos centros, más allá de la titularidad pública de los mismos. Está claro que el proyecto CASM de estos últimos años es parcialmente responsable de la situación en la que se encuentra ahora, pero ni mucho menos el único.

El modo en que el departamento ha conducido la situación es paradigmática. Se ha lanzado un mensaje inequívoco de ninguneo, por lo demás revelador sobre la fragilidad del diálogo del que se hacía bandera, y que tira por tierra los esfuerzos realizados por algunas personas del departamento: "Nos importan un bledo los compromisos adquiridos". Como en el Reina Sofía o en el Macba, cuyos procesos de nombramiento de sus responsables se han hecho sin seguir -o maquillando- las pautas acordadas "de buenas prácticas", el departamento confirma la escasa voluntad por cambiar una política cultural sometida a cambiantes gustos personales y patrimonialistas.

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Del nuevo proyecto, habrá que ver cómo se materializa lo que hasta ahora se intuye improvisado. También habrá que observar la correlación del proyecto con el color político de Cultura. Pero, igualmente, creo que no es bueno perder de vista el tema de fondo: el tipo de estructura artística que se elabora desde el poder. La supresión del CASM proclama que no hay una apuesta rigurosa por centros expositivos de arte. La desaparición o las evoluciones problemáticas de algunos de los centros de la ciudad; las dudas sobre el Consell de les Arts y los nuevos centros territoriales; o la demanda profesional de centros de producción más que de museos, deberían constituir motivos de reflexión y no de simple tamborileo. Que el CASM haya errado no significa que no puedan pensarse centros híbridos de investigación y exposición. Si esa es la voluntad del departamento, no se entiende cómo se ha realizado el paso ninguneando abiertamente a todas esas voces que durante años lo han solicitado. Si, como ha salido en la prensa, existe la opción de trasladar el CASM a una nueva ubicación, tampoco se entiende que, con los exiguos presupuestos del departamento para arte contemporáneo, haya que gastarse una fortuna que hasta ahora ha sido negada al tejido artístico del país.

En definitiva, el caso CASM vuelve a poner explícitamente sobre la mesa el endémico carácter desestructurado de la política artística catalana, heredera de una concepción "ilustrada" e institucionalista de la cultura y de las prácticas culturales, y que juzga a los profesionales del arte como meros receptores y no como los auténticos fabricantes.

Jorge Luis Marzo es crítico de arte y comisario de exposiciones

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