Europa: el retorno del miedo
La Unión Europea vende su alma al dogma del mercado y parece ahora condenada a la contestación o la pasividad ciudadana, a la inestabilidad institucional y, lo que es más grave, a la insignificancia política. Sus padres fundadores diseñaron al término de la II Guerra Mundial un nuevo horizonte inscrito en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en la creación de la Comunidad Europea, una comunidad de intereses, sí, pero también de valores y libertades fundamentales que dan sentido al proyecto europeo.
La Directiva de Retorno, también denominada acertadamente Directiva de la vergüenza, convierte la Europa de los valores en la Europa del miedo, y esto en un continente que hasta mediados del siglo pasado lo fue de emigrantes, con decenas de millones de europeos que marcharon a las dos Américas huyendo del hambre, la guerra y el fascismo.
Han decidido tratar al inmigrante como delincuente. Es un giro copernicano en la política socialista
La construcción europea ha encadenado acontecimientos oscuros. Lo son las consecuencias del no irlandés al Tratado de Lisboa para aquellos que quieren construirla de espaldas a los ciudadanos, pero aún lo ha sido más para los defensores de los derechos humanos que el Parlamento Europeo aprobara la norma que autoriza a retener a un inmigrante irregular en centros de internamiento un máximo de seis meses, extensibles a 18, antes de su expulsión forzada al país de origen o a otros distintos al suyo, prohibiendo su regreso a Europa en cinco años. Los menores no acompañados, discapacitados, ancianos, mujeres embarazadas y otras personas vulnerables serán igualmente internados y, finalmente, expulsados.
Como ya se ha dicho no hay una sola Europa, hay varias: la Europa de las Luces, pero también la Europa del distanciamiento moral y el economicismo neoliberal que trata a algunos seres humanos como mercancía por haber nacido fuera de sus fronteras. Es imposible aceptar las premisas elevadas a categoría de norma inamovible, entre ellas la duración de la detención sin juicio alguno, aunque sea con supervisión judicial, ni que se dé el internamiento máximo cuando el país de origen se niega a readmitir al inmigrante, circunstancia de la que éste no es responsable.
El trauma de una detención inopinada, la pérdida de su vivienda y su empleo son humillaciones difíciles de olvidar para un inmigrante y, por extensión, para sus Estados de origen. El país en el que aquél confió la esperanza de una vida nueva le rechaza, le expulsa y le devuelve a un lugar donde nadie le espera. En el peor de los casos, la orden de expulsión empujará a muchos inmigrantes a una mayor clandestinidad o les pondrá en manos de las mafias para volver a cruzar las fronteras. Se decide tratar al extranjero como delincuente, incumpliendo la Convención de la ONU sobre los derechos del inmigrante.
Nuestro Gobierno quiere convencernos de la neutralidad de lo aprobado con el voto de los socialistas españoles -no así con el de la mayoría de sus compañeros de partido en Europa- con el argumento de que la directiva supone un avance al limitar la detención en los países en los que era indefinida. Pero el Ejecutivo español aprovechará el tirón y ampliará el límite temporal de retención de 40 a 60 días, mientras Berlusconi lo hará de dos a 18 meses. Se empeorará la situación de los recluidos en los centros de internamiento, cuyas deplorables condiciones han sido denunciadas reiteradamente por organizaciones internacionales de derechos humanos.
El apoyo del Ejecutivo español en el Consejo de Ministros europeo y el voto favorable de los eurodiputados del PSOE, con la encomiable excepción de Borrell, Obiols y Grau, junto al empecinamiento en la restricción de la reagrupación familiar reiterado en el Congreso por el ministro de Trabajo el pasado 22 de julio, confirman el giro copernicano de la política de inmigración socialista hacia una línea de mano dura y aproximación al PP para cambiar la Ley de Extranjería.
A quien hubiera advertido de esto la pasada legislatura, tachada por la derecha como la "de las regularizaciones masivas", le habrían tachado de loco. Pero esta metamorfosis desde el talante hacia una acrimonia del Ejecutivo socialista sobre la inmigración no se puede ocultar, aunque lo intenten. De nada vale la cortina de humo de repescar viejas ideas del cajón progresista -por cierto, ya vetadas la pasada legislatura a quienes las promovimos- como la de permitir el voto en las elecciones municipales a los extranjeros extracomunitarios.
¿De qué vale que un Estado permita votar a inmigrantes para cuyos familiares y compatriotas reserva prisiones étnicas sacralizadas por una Europa fortaleza que eleva sus muros y arroja las llaves de las puertas cerradas a los inmigrantes? El tema es lo bastante trágico para que nadie juegue con las palabras. No aceptamos el populismo progresista, igual que siempre hemos denunciado el populismo xenófobo. Se abre y queda pendiente la deportación en toda la UE de 8 millones de personas. Todos los demócratas y la izquierda debemos cerrar el paso a directivas como ésta, al contrato de asimilación de Sarkozy, a la tipificación penal de la inmigración clandestina de Berlusconi y, también, al derechazo migratorio del Gobierno español.
Gaspar Llamazares Trigo es coordinador general de Izquierda Unida.
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