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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Abierto por vacaciones

Cuando los barceloneses nos aburrimos de hablar del tiempo meteorológico siempre acabamos quejándonos de que nuestra ciudad se está convirtiendo en un parque temático. Si me han leído en alguna otra ocasión, sabrán que yo también he sucumbido a esa forma tan barcelonesa de xenofobia, que siempre distingue entre el sufrido inmigrante y el molesto e incívico turista, responsable -junto a autoridades municipales y empresarios hosteleros- de que La Rambla sea un caos sobresaturado, de que nuestros precios comiencen a no ser ni competitivos ni lógicos, y de que uno encuentre guiris hasta en la sopa. Pues bien, hará un par de semanas estuve en el Festival de Poesía de Berlín, una ciudad de la que resulta muy fácil enamorarse por su escaso tráfico, ¿y a que no saben cuál es la preocupación allí?

Perrito piloto para los acertantes. Durante cuatro días, la micropoeta Ajo, Eduard Escofett, Rafael Metlikovez y un servidor nos pateamos la capital germana, entre ruidos dodecafónicos que sonaban de lo más familiar. Si uno se acercaba a la estatua de Marx y Engels, veía a un grupito de italianos o de españoles (mal que nos pese, estamos incluidos en esa categoría) poniéndole un sombrero de paja y un rastrillo al mismísimo padre del marxismo, para hacerse con él la foto de rigor. Iba usted por la Alexanderplatz o se paseaba por la Unter den Linden y se le aparecía el mismo panorama. El grupo que cruzaba gritando entre las salas del Altes Museum lo hacía en perfecto castellano. En un café de Kreuzberg la mesa vecina hablaba en catalán normativo. Y la arquitectura racionalista de Tiergarten parecía, por momentos, puro Porcioles. Ni que decir tiene que en los numerosos restaurantes turcos y libaneses se chapurreaba igual el idioma de Cervantes que el de Dante o Ausiàs March: la cosa siempre es vender kebabs.

En tan escaso periodo de tiempo, tanto oí hablar en cualquiera de las lenguas del Estado (euskera inclusive), que a veces tuve la extraña alucinación de que los tanques T-34 de la 17 Juni Strasse llevaban pintadas las cuatro barras, o que los murales de la Karl Marx Halle (hasta 1961, Stalin Halle) contaban la milagrosa ascensión del socialismo español, tras 40 años de nacionalcatolicismo. Hasta la cruz que el sol dibuja sobre la bola de la Fernsehtum -la torre de televisión de la antigua RDA- parecía puesta ahí por la conferencia episcopal, en protesta por los matrimonios gays.

Para hacerse una idea de lo que comienzan a pensar allí sobre el tema, me aseguraron insistentemente que muchas discotecas de moda comienzan a poner toda clase de pegas -sutiles y no tan sutiles- a fin de dificultar la entrada de españoles (barceloneses inclusive), por ruidosos y molestos, prueba irrefutable de que no sufrimos en exclusiva la plaga del turismo barato, convertidos también en incordiantes visitas en cuanto bajamos del avión. Hasta en esto del desasosiego urbano la cosa se globaliza.

En todo caso, parece un proceso imparable que las grandes ciudades, a medida que crean una imagen y una leyenda propia, se convierten irremediablemente en su caricatura. Dicho de otro modo, el turismo siempre acaba destruyendo aquello que lo trajo hasta allí. Quizá porque cuando 10.000 personas buscan juntas la calma perdida acaban por no encontrarla.

Mientras tanto, abajo, en la calle, pasa una ruidosa manifestación de quinceañeras -lanzando chillidos y agitando pancartas de los Tokio Hotel-, que, bajo el balcón de mi casa, se cruzan con dos grupos distintos de anglosajonas talluditas -con sus respectivos disfraces de despedida de soltera- que también se unen al sarao. Y así todo el verano.

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